Jesús dijo a la gente: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envía no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; el único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios.
Aquel día se desató una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén. Todos se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría, a excepción de los apóstoles. Unos hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Entretanto Saulo hacía estragos en la Iglesia: entraba por las casas, se llevaba por la fuerza a hombres y mujeres, y los metía en la cárcel. Los que se habían dispersado fueron por todas partes anunciando la Buena Nueva de la palabra.
La gente dijo a Jesús: “¿Qué signo haces para que, al verlo, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer’.” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.”
Esteban, lleno de gracia y de poder, realizaba grandes prodigios y signos entre el pueblo. Se presentaron algunos de la sinagoga llamada de los Libertos, cirenenses y alejandrinos, y otros de Cilicia y Asia, y se pusieron a discutir con Esteban; pero no eran capaces de enfrentarse a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba.
La visión seguía, y oí la voz de una multitud de ángeles alrededor del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Eran miríadas de miríadas y millares de millares, y decían con voz potente: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.” Y oí que todas las criaturas -del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, y todo lo que hay en ellos- respondían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos.” Los cuatro Vivientes decían: “Amén”; y los Ancianos se postraron para adorar.
Al atardecer, bajaron sus discípulos a la orilla del mar; subieron a una barca y se dirigieron al otro lado del mar, a Cafarnaún. Había ya oscurecido, pero Jesús todavía no había llegado. Soplaba un fuerte viento y el mar comenzó a encresparse. Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca; y sintieron miedo. Pero él les dijo: “Soy yo. No temáis.” Quisieron recogerle en la barca, pero en seguida la barca tocó tierra en el lugar a donde se dirigían.
Hermanos, quiero traeros a la memoria el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el que permanecéis firmes; y el que os salvará, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, ¡habríais creído en vano!
Trajeron a los apóstoles y los presentaron en el Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó; les dijo: “Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre; sin embargo, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y pretendéis hacernos culpables de la muerte de ese hombre.” Pedro y los apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres…
El sumo sacerdote y todos los que le acompañaban, que eran de la secta de los saduceos, se levantaron llenos de envidia. Prendieron a los apóstoles y los metieron en la prisión pública. Pero un ángel del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”.
Jesús dijo a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.”