Sanar la ceguera

Mc 8,22-26 

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida. Le presentaron un ciego y le suplicaron que le tocase. Tomando al ciego de la mano, lo sacó fuera del pueblo y, tras untarle saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: “¿Ves algo?” Él, alzando la vista, dijo: “Veo a los hombres, pero los veo como árboles que andan.” Volvió a ponerle las manos en los ojos y comenzó a ver perfectamente.

El ciego quedó curado, de suerte que distinguía de lejos claramente todas las cosas. Después lo envió a su casa, diciéndole: “Ni siquiera entres en el pueblo”.

¡Qué milagro tan grande que un ciego sea curado y pueda empezar a percibir la maravillosa Creación de Dios y ver cara a cara a las personas! ¡Qué alegría para el hombre curado y para todos aquellos que lo habían llevado donde Jesús! Aquí se hace palpable el Reino de Dios, en el que Él se apiada de las dolencias de los hombres.

En efecto, dondequiera que el Señor llega y encuentra fe en las personas, Él puede actuar. El Nuevo Testamento nos relata tantas curaciones, expulsiones de demonios y otros milagros…

Sin embargo, es aún más grande el milagro cuando el Señor les abre a los hombres los ojos de la fe, de modo que empiezan a ver en verdad. Una y otra vez escuchamos testimonios de personas que, a partir de un encuentro con Jesús, empiezan a ver las cosas de forma distinta en su luz. Tal vez a algunos les sucede como al ciego del evangelio de hoy, que al inicio veía sólo borrosamente, hasta que el Señor le impuso nuevamente las manos, y entonces vio todo con claridad. Aquí comienza una nueva vida para la persona, porque empieza a caminar en la luz de la fe. Si permanece fiel al Señor, nunca más olvidará que fue la gracia de Dios la que le tocó y le sanó de su ceguera.

Pero, por desgracia, también puede haber personas que, aun habiendo recibido la luz de la fe, se dejan engañar y se enceguecen. Por eso es tan importante alimentar la fe con los nutrientes adecuados, recorrer el camino de la santidad y, en un diálogo íntimo con Dios, profundizar día a día en el camino de seguimiento de Cristo.

En la Carta a los Filipenses, San Pablo se lamenta de que algunos se hayan convertido en “enemigos de la cruz de Cristo” y “su Dios es su vientre” (Fil 3,18-19). ¿Cómo puede suceder esto?

Como habíamos escuchado en la lectura del 13 de febrero, el Señor advirtió a Caín de que, si no obraba bien, el pecado “acecha a la puerta como fiera” (Gen 4,7). Por eso siempre es necesario examinar nuestro actuar a la luz de Dios, sin descuidarnos jamás. Debemos estar conscientes de que el pecado está siempre al acecho, esperando que se le presente la oportunidad de acceder al hombre.

No siempre será la “gran tentación” la que haga caer a una persona, sino que pueden ser muchos pasos pequeños y el descuido de las prácticas espirituales los que preparen el camino. Entonces uno pierde la fuerza para resistir al pecado. Esto puede ponerse peor aún cuando uno empiece a habituarse al pecado e incluso deje de considerarlo como tal. En el peor de los casos, se puede llegar hasta el punto de estar orgullosos del pecado, considerándolo como una especie de “logro” o “hazaña”. Llegados a este punto, se habría alcanzado una especie de “ceguera en estadio terminal”. Sin embargo, la ceguera comenzó mucho antes, cuando se dejó de ofrecer resistencia al pecado.

Esta ceguera, de la que uno mismo es culpable, es mucho más difícil de curar que la de las personas que sencillamente no conocen aún al Señor. Esta última ceguera se ha apoderado de muchas personas en países que anteriormente estaban marcados por la fe. En efecto, la fe se está debilitando cada vez más, especialmente la fe vinculante. Con este término, me refiero a la fe en su totalidad, sin recortes ni concesiones al espíritu del mundo. Esto exige un distanciamiento del mundo, al que se supone que debemos penetrar con la levadura del Evangelio (Mt 13,33) para hacer que vea. No podemos permitir que suceda a la inversa; es decir, que sea el espíritu del mundo el que penetre en la Iglesia y que ella ya no lo perciba como perjudicial.

¿Qué se puede hacer, entonces?

Tendremos que actuar como aquellos que llevaron al ciego ante Jesús en el evangelio de hoy. Presentémosle al Señor la ceguera de este mundo, y especialmente la que ha penetrado en la Iglesia, y pidámosle que la toque. Aunque el Señor ya lo sepa, digámosle que se trata de una ceguera particularmente grave, y supliquémosle con mucha fe que sane a las personas afectadas, si ellas lo quieren y le permiten actuar.

Se necesita una gracia especial, que sólo Dios puede dar.

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