Sabiduría, inteligencia prudente

Sir 1,1-10

Toda sabiduría viene del Señor y está con él por siempre. La arena de los mares, las gotas de la lluvia y los días del mundo, ¿quién los contará? La altura de los cielos, la anchura de la tierra y la profundidad del abismo, ¿quién las escrutará? ¿Quién ha escrutado la sabiduría de Dios, que es anterior a todo? Antes que todo fue creada la sabiduría, y la inteligencia prudente desde la eternidad.

La fuente de la sabiduría es la palabra de Dios en las alturas y sus canales son mandamientos eternos. La raíz de la sabiduría, ¿a quién fue revelada? y sus recursos, ¿quién los conoció? La ciencia de la sabiduría, ¿a quién fue revelada? y su mucha experiencia, ¿quién la conoció? Uno es el Altísimo, creador todopoderoso. Uno solo es sabio, temible en extremo: el que está sentado en su trono. El Señor mismo creó la sabiduría, la vio, la midió y la derramó sobre todas sus obras. Se la concedió a todos los vivientes y se la regaló a quienes lo aman.

La sabiduría es un tesoro muy valioso, que la Sagrada Escritura elogia sobremanera. Y no es de sorprender que lo haga, si tenemos en cuenta que, como dice la lectura de hoy, la sabiduría viene del Señor mismo y es Él quien la concede.

La sabiduría que viene de Dios se distingue de las diversas formas de conocimiento por su belleza interior, por su “sabor” especial, que nos permite pregustar a Dios mismo en su Ser más íntimo: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34,8).

El rey Salomón pidió sabiduría al Señor, y este deseo suyo estaba en perfecta consonancia con la Voluntad de Dios (1Re 3,5-12). El Señor se la concedió en abundancia, porque Salomón había pedido lo mejor que un rey puede pedir para glorificar a Dios y cumplir su tarea.

La sabiduría de Salomón alcanzó tal fama que incluso la reina de Sabá vino de lejos para admirarla, como nos relata la Escritura (1Re 10,1-9).

En la lectura de hoy se habla de la sabiduría como “inteligencia prudente desde toda la eternidad”. Se trata, pues, de una participación en la sabiduría de Dios. En efecto, esto es lo que le confiere a la sabiduría su “sabor” especial. Éste consiste en que se llega a comprender que el amor es la tónica básica de toda existencia, y a partir de este amor se empiezan a ver todas las cosas en la luz de Dios. Por tanto, la sabiduría se distingue de un conocimiento meramente externo, que no penetra hasta la esencia de las cosas. Y la esencia de toda la Creación y de todo cuanto Dios realiza es precisamente el amor, porque Él no tuvo otra motivación para hacer surgir todas las cosas. Por tanto, es este amor el que confiere aquel sabor espiritual a la sabiduría en todos sus ámbitos.

Un poeta o un buen artista es capaz de percibir y palpar la sabiduría de la Creación de forma distinta a la ciencia. Ésta puede recoger muchos datos y penetrar en las leyes naturales de las cosas; pero no llega a tocar su esencia.

Quizá se pueda decir que la sabiduría es una especie de poesía espiritual, que empieza a captar desde dentro la belleza de la Creación y la gloria de las diversas obras de Dios… Va de la mano con el asombro y puede llegar hasta el arrobamiento, cuando, más allá de maravillarse por la Creación, comienza a captar el amor que sale a nuestro encuentro en la Redención que nos trajo el Hijo de Dios. También se relaciona con la contemplación, que, al hacer calar en lo profundo del hombre el amor de Dios, lo introduce en el Reino de su sabiduría.

Entre los siete dones del Espíritu Santo, la sabiduría es considerada como el más elevado y se habla de ella como de un “delicioso conocimiento”. Así, pues, Dios no sólo nos concede un conocimiento meramente externo de las cosas, ni tampoco sólo una lejana intuición de su grandeza. ¡No! Él quiere hacernos partícipes del misterio de su obra y que percibamos ese amor que le movió a llamar a la existencia todas las cosas.

Y no sólo eso; sino que quiere acogernos, por medio de su Hijo, en el amor de la Santísima Trinidad y hacernos pregustar algo de él, en la medida en que seamos capaces de asimilarlo; cosa que sólo Él sabe determinar exactamente. En nuestra vida terrenal sólo podremos soportarlo hasta cierto punto, de lo contrario nos sucedería como a San Francisco de Asís, que, al escuchar en una ocasión la música celestial, exclamó: “¡Si oigo una sola nota más, me muero!”

¿Cómo podemos adquirir la sabiduría? La lectura de hoy nos da la respuesta: “El Señor mismo (…) se la concedió a todos los vivientes y se la regaló a quienes lo aman.”