La sabiduría

Sab 6,12-16

La Sabiduría es luz y no se opaca; se muestra con gusto a los que la aman, se deja encontrar por los que la aman. Sale al encuentro de los que la quieren conocer; el que por ella se levantó temprano, casi no tendrá que esforzarse: la hallará sentada a su puerta. Apasionarse por ella es la mejor de las ambiciones, el que trasnocha a causa de ella estará pronto sin preocupaciones. Ella misma sale en busca de los que son dignos de ella; se muestra con benevolencia en sus caminos, sale a su encuentro en todos sus pensamientos.

La sabiduría es una de los siete dones del Espíritu Santo. Se la podría describir como un “conocimiento delicioso” que alegra el corazón y el Espíritu, como una luz apacible. Tal vez nos hemos encontrado alguna vez con una persona sabia en la que actúa este don del Espíritu Santo. Una persona así ve todas las cosas y circunstancias desde la perspectiva de Dios y su trato con los demás está marcado por la bondad.

No es tan difícil conocer la sabiduría pues, como indica la lectura, ella ya nos está esperando. ¡Solamente tenemos que anhelarla! ¿Dónde podemos, pues, hallarla?

La Sagrada Escritura nos enseña que en Jesucristo está todo tesoro de la sabiduría y de la ciencia (Col 2,3). Por consiguiente, si lo conocemos a Él y vivimos en Él, se desplegarán en nosotros los dones del Espíritu Santo, incluido el de la sabiduría. Encontrar a Jesús no requiere un gran esfuerzo, pues su amor nos busca y nos precede: “Él nos amó primero” (1 Jn 4,19), aun antes de que nosotros empezáramos a corresponder a su amor. Si tan solo invocamos su nombre y le pedimos la gracia de conocerlo, nuestra súplica no caerá en oídos sordos, sino que Él nos responderá, pues fue Dios mismo quien sembró en nuestro corazón el anhelo de conocerlo.

Temprano en la mañana hallamos la sabiduría sin esfuerzo. Como dice el proverbio: “Al que madruga Dios le ayuda”. Ciertamente puede aplicárselo a la sabiduría: nos encontramos con ella cuando, en la madrugada, nos sumergimos en la oración y en la meditación de las Escrituras. Actuamos sabiamente cuando consagramos al Señor el día que empieza y nos acordamos una y otra vez de Él hasta el atardecer; cuando recorremos el día tomados de su mano y obedecemos sus indicaciones. Se vuelve sabio aquel que acoge la invitación del Señor de encontrarse con Él en el sacramento de la Eucaristía y de la confesión. Asimismo, adquiere la sabiduría el que presta atención a todo lo que hace Dios día a día para mostrarnos su amor.

También es sabio buscar al Señor por la noche, por ejemplo, cuando no logramos conciliar el sueño, y aprovechamos ese tiempo para hacer oración y lectura bíblica, en lugar de torturarnos con las horas que pasan sin poder dormir.

También actualmente sabiamente aquel que no cierra los ojos ante las necesidades del prójimo, sino que las atiende con misericordia, pues toda obra de misericordia es actuar en la apacible luz de Dios, es actuar a su manera.

Nos volvemos sabios cuando aprendemos a refrenar nuestras pasiones desordenadas, examinando a la luz de Dios nuestros impulsos naturales. Pues no todas nuestras ideas espontáneas, pensamientos pasajeros y sentimientos son tan valiosos como para hacerles caso.

Cuando seguimos a Cristo, aprendemos a ordenar nuestra “casa interior”. Aprendemos a discernir si lo que pensamos o hacemos corresponde a la Voluntad de Dios. Aprendemos también a cuestionarnos si las metas que perseguimos son egoístas o si realmente están al servicio de Dios y del prójimo.

Se trata de alcanzar una visión sobrenatural de nuestra vida, y saber que estamos completamente en las manos de Dios. Es su sabiduría la que quiere conducirnos a nosotros mismos y a todos los demás hacia la meta para la cual fuimos creados. Dios puede integrar en su plan de salvación incluso las resistencias, los errores y pecados de los hombres. Saberse amados por Él es la gran sabiduría, que nos empuja a poner todo de nuestra parte para volvernos dignos de ese amor.

La visión sobrenatural de nuestra vida, es decir aprender a verlo todo a la luz de Dios, nos acerca a la eternidad. Entonces no nos dejaremos engullir por las preocupaciones, por las necesidades o por los placeres de este mundo. En lugar de ello, aprendemos a anhelar aquello que permanece para siempre, aquello que en verdad llena nuestra alma, y dejamos atrás todo lo que nos lleva a la periferia o a la superficialidad.

Con el Espíritu de Dios aprendemos a vencer el mundo y a movernos en él en la sabiduría divina. Sin embargo, para ello hace falta tener una verdadera vida espiritual; no una vida en la que se piensa en Dios sólo esporádicamente y se deja llevar más bien por sus impulsos naturales. Se necesita una vida de seguimiento diario de Cristo, en el constante diálogo con Dios, sumergidos en su presencia.

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