El Mundo No Era Digno De Ellos

Hb 11,32-40

Hermanos: ¿Qué más diré? Me faltaría tiempo si tuviera que hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los Profetas, que por la fe sometieron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, se curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra y abatieron ejércitos extranjeros.

Hubo mujeres que recuperaron resucitados a sus muertos. Algunos fueron torturados, porque rehusaron la liberación para lograr una resurrección mejor. Otros soportaron escarnios y azotes, e incluso cadenas y cárcel. Fueron apedreados, aserrados, muertos a espada, anduvieron errantes cubiertos con pieles de oveja y de cabra, necesitados, atribulados y maltratados -¡el mundo no era digno de ellos!-, perdidos por desiertos y montes, por cuevas y cavernas de la tierra. Y aunque todos recibieron alabanza por su fe, no obtuvieron sin embargo la promesa. Dios había previsto algo mejor para nosotros, de forma que ellos no llegaran a la perfección sin nosotros.

¡Qué heroicos testimonios de fe y de sufrimiento enumera aquí el Apóstol! Son aquellos de quienes el mundo no fue digno…

Aquí el Apóstol establece la verdadera jerarquía de valores que cuenta ante Dios. ¿De qué sirven las vanidades de este mundo; de qué sus honores, su falso esplendor y fulgor? “¡Vanidad de vanidades!” –así describe Qohélet con justa razón a todas estas cosas pasajeras (Ecl 1,2). Uno solo de estos hombres de fe mencionados en la lectura vale más que todo el mundo que se ha apartado de Dios. En efecto, este último ni siquiera es digno de un testigo tal.

Pudimos constatarlo también en la audionovela sobre Santa Inés (https://www.youtube.com/watch?v=bBPNa3CJFhQ&t=628s). La pureza de esta jovencita eclipsaba a todo el entorno romano, que no era digno de ella. ¡Qué abismal diferencia entre ella y aquellos otros que ni siquiera estaban dispuestos a reconocer los milagros que sucedían ante sus propios ojos! Su cabellera envolvió a Inés, protegiéndola de las miradas impuras; el fuego no pudo hacerle daño… Pero ni siquiera estos signos evidentes pudieron impedir que aquellos corazones endurecidos quisieran extinguir el testimonio de Cristo. ¡Qué ceguera!

También Santa Inés “sometió un reino”, por decirlo en los términos que emplea la lectura de hoy. Su inocencia y su valentía de fe desenmascararon a un dominio que sólo sabía apoyarse en la fuerza bruta; un dominio que había cerrado su corazón ante la presencia de Dios en Inés, así como en su tiempo lo hicieron los fariseos con Jesús.

Sin duda, la victoria de Cristo es distinta a las victorias que conocemos en el mundo. No es la fuerza física la que triunfa; sino, así como en los ejemplos mencionados en el texto de hoy y en la historia de Santa Inés, es la fe. La fe es la fuerza que vence al mundo (cf. 1Jn 5,4b). Muchas veces obtiene la victoria precisamente lo que hacia afuera parece débil:

“Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes” (1Cor 1,27).

Hoy en día, nos vemos cada vez más rodeados de un ambiente hostil a la fe y nuestro testimonio requiere cada vez más valentía; valentía para confesar a Cristo y todos los valores que se derivan de nuestra fe. Un entorno hostil a la fe no descansará hasta catalogar a los cristianos como “enemigos del hombre”, para tener una justificación para perseguirlos.

¡La grande y poderosa Roma contra la virgen Inés! ¿Era ella una amenaza para Roma? Sí, en cuanto que testificaba que las obras del mundo son malas (cf. Jn 7,7); y no, en cuanto que reza por sus enemigos, porque en ella resplandece el amoroso Corazón de Dios, que quiere perdonar (cf. Lc 23,34).

Sí, el mundo no es digno de los testigos de Dios. Y, sin embargo, ¡Dios no abandona a los hombres!

En la forma tradicional de la Santa Misa rezamos tres veces antes de recibir la comunión: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…” Debe calar profundamente en nosotros la certeza de que, por nosotros mismos, no somos dignos de recibir al Señor. Pero asimismo destacamos con una triple repetición que es Él quien sana nuestra alma: “…pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Es Jesús quien renueva nuestra dignidad, que hemos herido tan profundamente a través del pecado. En Jesús podemos levantarnos como hijos de Dios y vencer al mundo (cf. Jn 16,33), como lo hicieron nuestros hermanos en la fe antes que nosotros.

¡No! El mundo, por sí mismo, no es digno de los santos…

Por tanto, es el incomparable amor de nuestro Padre Celestial que no le da la espalda, sino que sigue buscando a las personas en este mundo, para que el sucio vestido del pecado se transforme, lavado en la sangre del Cordero, en un traje de fiesta para las Bodas (cf. Ap 7,14). ¡Los testigos de la fe nos señalan el camino!

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