La lucha contra el demonio (Parte II)

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“Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe.” (1 Pe 5,8-9) La comparación con un león rugiente nos deja en claro que, en este combate, nos enfrentamos a un terrible enemigo. Éste está dispuesto a todo y acecha cuidadosa y agresivamente a su víctima. Para colmo de males, este rival no se atiene de ningún modo a las “reglas” del combate. No conoce la compasión y nunca será indulgente con su víctima. ¡El Diablo es malvado de pies a cabeza! Sus intenciones son la destrucción y la conquista de poder para sí mismo. Con tal de llegar a su meta, hace uso de cualquier medio del que dispone. Si le fuera posible, ejercería su poder despótico sobre toda la Tierra sin límite alguno… Pero hubo uno más fuerte, que lo ató (cf. Mc 3,27).

¿Cómo pudo Dios permitir la existencia de un ser tan malvado, que ahora, lleno de odio, persigue al hombre por doquier?

El Diablo había sido creado como un magnífico ángel que, al igual que todos los demás ángeles, estaba al servicio de Dios. El Señor había provisto a todas sus criaturas racionales de una libre voluntad, pues estaban llamadas a reflejar Su gloria. Dios quería que existiese un verdadero amor entre Él y sus criaturas. Y para que este amor sea verdadero, tenía que ser libre. Sin embargo, de la libertad que Dios da también se puede abusar. ¡Y esto fue lo que hizo el Diablo! En lugar de servir a Dios, quiso él mismo reinar, de manera que se rebeló contra Dios. Él y los demás ángeles rebeldes rechazaron irrevocablemente a Dios y a su Reino. Ahora, el Diablo actúa en la Tierra, movido por el odio, para luchar contra Dios y su Hijo Jesús. Causa terribles daños espirituales e incluso físicos en las personas y en la sociedad. El Diablo es poderoso porque es espíritu puro. Sin embargo, no es omnipotente, porque es criatura.

Dios permite el actuar del Diablo y hasta lo incluye en su plan de salvación. Algo similar sucede con el pecado: el hombre peca porque abusa de su libertad, pero Dios sabe insertar este mal en su plan de salvación, a pesar de toda su fuerza destructiva. Frecuentemente ignoramos cómo exactamente lo hace, pero la fe nos enseña esta verdad.

Hemos sido enrolados en este combate y a veces nos vemos directamente confrontados con el Diablo. Él quiere robarnos la gracia de la filiación divina y hacernos parte de su rebelión contra Dios.

Sin el auxilio de Dios, estaríamos indefensos, a merced del poder del Diablo; sin embargo, si el Espíritu Santo actúa en nosotros, podemos triunfar sobre él. Jesús ha quebrantado el dominio de Satanás y nosotros tenemos parte en esta victoria, que ha de extenderse sobre toda la Tierra y en cada alma humana. Podemos expresarlo en estos términos: El Señor vence en nosotros y con nosotros sobre el poder del Maligno.

El Diablo intenta aliarse con los otros dos enemigos de los que ya hemos hablado (el mundo apartado de Dios y la carne, es decir, nuestras inclinaciones desordenadas al mal). Pero también ataca directamente al hombre, sobre todo a través de malos pensamientos y sentimientos. Sus intenciones son siempre las mismas, sea que nos ataque de forma directa o indirecta: quiere llevar al hombre al pecado; o, si se trata de alguien que se esfuerza en su propia santificación, procurará al menos ponerle obstáculos en ese camino.

Por supuesto que estos ataques nos ponen en una situación difícil; sin embargo, cuando Dios permite algo, lo hace en su infinita sabiduría, aunque nos resulte doloroso sobrellevarlo.

Como se trata de un combate espiritual, también hemos de enfrentarnos de forma espiritual a este enemigo. Para ello, el capítulo 6 de la carta a los Efesios nos da excelentes consejos:

“Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneros firmes. ¡En pie!, pues; ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos.” (Ef 6,10-18)

¡Será muy importante que aceptemos de forma consciente el reto a combatir contra el Diablo! Esto no significa, de ninguna manera, que debamos prestarle mucha atención al demonio. Basta con conocer su existencia, identificar sus propósitos y saber cómo defendernos de sus astutos ataques.

Si nos tomamos en serio el combate, nos acercará cada vez más a Dios, pues con nuestras propias fuerzas no podremos ofrecer resistencia a este enemigo. Pero si nos revestimos con la armadura descrita por San Pablo, aumentará, por un lado nuestra vigilancia, y, por otro lado, nos arraigaremos más en la fe.

“Ceñirnos con la verdad” significa vivir conforme a la Voluntad de Dios, seguir a su Hijo y ser sinceros con nosotros mismos y con los demás; es decir, vivir en una auténtica justicia. ¡Los dardos del Maligno difícilmente podrán atravesar esta coraza!

También perderá terreno el Diablo si luchamos por el Evangelio, si otras personas encuentran la fe movidas por nuestro testimonio. El “escudo de la fe” –esto es, aferrarse a Dios y a todo lo que Él nos ha revelado como verdad- nos protegerá de los malos pensamientos, que son como saetas envenenadas.

Armémonos también con la Palabra de Dios, la “espada del Espíritu”, que separa la verdad de la mentira, y es la luz en los oscuros senderos que atravesamos, haciendo retroceder a las tinieblas de los ángeles caídos.

Todo esto nos da una idea del modo en que Dios se vale de la maldad de nuestro enemigo para el bien de sus fieles. ¡Estamos llamados a resistir y acrecentar así nuestra fe! Aún más, el Señor vence a través de los suyos sobre el poder del Maligno en la Tierra, pues su Reino ha de extenderse y el Diablo pone trabas a esta expansión. Tenemos entonces el “honor” -para decirlo en los términos bélicos aplicados a la dimensión espiritual- de combatir en el ejército de Dios como soldados de la luz. De nuestro lado están los ángeles que permanecieron fieles, los santos del cielo e incluso el ejército de las benditas almas del purgatorio. ¡Todos ellos intercederán por nosotros!

Vivamos nuestra fe de forma consciente y crezcamos cada día en el amor, cumpliendo con lo que Dios nos pide y uniendo nuestros sufrimientos a los de Cristo. Levantémonos después de cada derrota, confiando en la misericordia de Dios. ¡Así, con Su gracia, podremos salir victoriosos en este combate!

Dios está a toda hora junto a nosotros y siempre acude a ayudarnos. Pero Él desea que también nosotros hagamos nuestra parte, demostrándole así nuestro amor y nuestra fidelidad.