La gracia de la Nueva Alianza

2Cor 3,4-11

Ésta es la confianza que tenemos ante Dios, gracias a Cristo. Pues nosotros no podemos atribuirnos cosa alguna, como si fuera nuestra, ya que nuestra capacidad viene de Dios. Él nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu, pues la letra mata, mas el Espíritu da vida.

Pensemos que si el ministerio de la muerte, grabados con letras sobre tablas de piedra, resultó glorioso hasta el punto de no poder los israelitas mirar el rostro de Moisés a causa del resplandor que emitía –aunque pasajero–, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu! Pues si el ministerio de la condenación fue glorioso, con mucha más razón lo será el ministerio de la salvación. Pues, en este aspecto, lo que era glorioso ya no lo es, en comparación con esta gloria sobreeminente. Y si aquello, que era pasajero, fue glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo permanente!

Para San Pablo, el encuentro con Cristo debió haber sido una luz deslumbrante. Gracias al testimonio de las Sagradas Escrituras, conocemos bastante bien su vida y sabemos que se convirtió en una antorcha que sigue brillando hasta el día de hoy, instruyéndonos en el mismo Espíritu del cual él estaba lleno. Prestemos atención a lo que nos enseña en la lectura de hoy.

Tanto a Pablo y como a muchos otros, Dios los escogió por gracia para constituirlos servidores del Espíritu; servidores de la Nueva Alianza. Pablo no se cansa de señalar una y otra vez que, gracias a la Nueva Alianza, ha comenzado una nueva etapa para la humanidad, un tiempo más glorioso e importante que toda la historia humana precedente. Por la Encarnación del Hijo de Dios, por su Muerte y Resurrección, el mundo ha recibido una gracia que supera la gloria de la Antigua Alianza. La Antigua Alianza fue un camino que preparó a la humanidad para Cristo. Podemos verla reflejada en Juan Bautista, quien señala al Mesías y retrocede en el momento en que Cristo aparece. Del mismo modo, la Antigua Alianza ha de retroceder frente a la manifestación del Señor, pues ya ha cumplido su tarea. Esto no significa que la Antigua Alianza quede invalidada; sino eclipsada por la luz de la Nueva Alianza, pues “si aquello, que era pasajero, fue glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo permanente!”

Ahora bien, ¿cómo podemos interpretar lo que dice San Pablo de que “la letra mata, pero el Espíritu da vida”?

Trataremos de comprender estas palabras del Apóstol de los Gentiles. Recordemos que, en otra carta, él mismo dice que la Ley “fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo” (Gal 3,24). La Ley nos indica lo permitido y lo prohibido. Una infracción contra la ley era castigada en Israel, para que a los israelitas les quedara claro que optar por los mandamientos de Dios significa vivir; mientras que rechazarlos significa morir (cf. Dt 30,15-18). Las graves infracciones acarreaban la muerte, como sucedió con aquellos que se rebelaron contra Dios y contra Moisés en el desierto (cf. Num 21,5-9). La ley del talión –‘ojo por ojo y diente por diente’– era ya una limitación del deseo de venganza, pero también hacía ver claramente que un acto malo debía ser retribuido para reestablecer el equilibrio. Los israelitas querían ganarse la benevolencia de Dios a través de la estricta observancia de la ley. Pero resultó ser un yugo demasiado pesado para el pueblo.

Con la venida de Jesús al mundo y el cumplimiento de su misión, sucede lo decisivo. El Redentor viene a nuestro encuentro y carga sobre sí mismo el yugo de la Ley. Él cumple la Ley de forma plena y perfectísima, entrega su propia vida como sacrificio expiatorio por todos los pecados de la humanidad y nos ofrece el perdón de las culpas. Así, entra en vigencia una nueva realidad, que puede penetrar profundamente en nuestro ser gracias a la Resurrección de Cristo y el descenso del Espíritu. Efectivamente, esta nueva realidad que Cristo trajo al mundo puede ser comprendida únicamente a través del Espíritu. Es cierto que la venida de un Mesías y la restauración del Reino habían sido predichas desde antiguo, pero sólo el Espíritu Santo podía darnos a entender el modo en que se cumplieron estas profecías. Aquellos israelitas que no aceptaron o incluso rechazaron la Buena Nueva del Señor, permanecieron bajo el yugo de la Antigua Alianza y sus exigencias, y no pudieron recibir conscientemente las gracias que Dios les tenía preparadas en la Nueva Alianza.

Pero si la Antigua Alianza, como dijo Pablo, era sólo el pedagogo para conducirnos a la Nueva Alianza; y si sólo en esta última encuentran su cumplimiento aquellas profecías que se refieren al Reino mesiánico; entonces uno queda como estancado al permanecer en la Antigua Alianza, en lugar de penetrar en la nueva luz que Dios hizo resplandecer. De algún modo, podríamos decir que uno se queda en la letra y no comprende al Espíritu que lo vivifica todo y que hace al hombre capaz de cargar el yugo de Jesús, que, de acuerdo a sus propias palabras, es un yugo suave: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando, y mi carga, ligera.” (Mt 11,29-30)

El Señor cargó por nosotros el yugo de la Antigua Alianza y lo transformó en el suave yugo de la Nueva Alianza. Esto no significa de ningún modo que los mandamientos ahora ya no tengan validez; o que el Señor ya no pida de nosotros ningún esfuerzo por hacer lo correcto. Antes bien, significa que el Espíritu del Señor y la gracia que nos ha sido dada en Cristo ahora nos hacen capaces de vivir como personas redimidas y de responder a esta gracia, a pesar de toda nuestra debilidad.

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