Padecimientos en la oración (Parte II)

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La oración es una de esas maravillas que podemos gozar ya en esta vida, porque ella es una escalera por la cual Dios baja a nosotros y nosotros subimos a Él. Pero esto no significa que nuestra vida de oración esté exenta de los esfuerzos que corresponden a nuestra existencia terrenal. Por eso tenemos que soportar todo tipo de disturbios. Pero Dios, en Su sabiduría, se vale de todo ello.

Ayer habíamos empezado a hablar sobre los así llamados “padecimientos en la oración”, y habíamos mencionado como parte de ellos las distracciones y la sequedad en los sentimientos. Hoy queremos continuar con algunos otros…

  • Aversión a la oración

Cuando se cultiva una intensa vida de oración, puede suceder que aparece una aversión, un fastidio a la oración, a lo religioso, a la Palabra de Dios. ¡Todo parece sin sentido! Esto puede tener diferentes causas. Por un lado, el Diablo siempre está interesado en apartarnos de cualquier crecimiento en la vida espiritual, y actúa por medio de sugestiones, queriendo influenciar nuestros pensamientos y sentimientos. Pero el desgano podría proceder también de nuestra naturaleza humana, que se rebela contra las exigencias de la fe y, de una u otra forma, dice: “Ya no quiero más”.

Esta situación hay que manejarla con prudencia, y simplemente confesarle a Dios nuestro amor. Podemos decirle que no queremos ese tipo de sentimientos, aunque nos demos cuenta de que están ahí. Aquí es donde hay que establecer una diferencia: Si yo no consiento con mi libertad a los pensamientos y sentimientos negativos, estoy ofreciéndoles resistencia, aunque sea con la “punta” de mi voluntad. En este caso, el fastidio no es consentido, de manera que no puede desplegar su potencial destructor.

También podría surgir un desgano ante una determinada forma de oración, como, por ejemplo, la oración vocal. En este caso, es posible que el Señor lo permita para que pasemos a una oración más silenciosa, que puede tocar más profundamente el alma.

En todo caso, hay que permanecer en la oración y no dejarla a un lado. Dios mira la miseria del alma, Él habita en ella y la protegerá. Podemos decirle con toda confianza: “Señor, yo ya no entiendo nada, pero Tú me conoces. ¡Quiero serte fiel! Tómame por favor como soy, con todo este desgano y fastidio.” Así, este tipo de crisis pueden aportar al crecimiento.

  • Alma muda

También puede suceder que el alma parece no ser capaz de decir ya nada, se siente vacía y quemada… Todo lo que puede decir le parece falso, como si fueran meras palabrerías, sin sentido ni cordura… Este estado es muy doloroso y puede causar gran confusión en el alma. Pero, desde la perspectiva de Dios, la situación es distinta. Precisamente cuando uno se encuentra en un estado subjetivamente perdido y, a pesar de eso, sigue sirviéndole a Dios y no descuida la oración, ya no se está entregando algo de sí mismo, sino que uno se está entregando a sí mismo. Puede que el alma calle, pero el espíritu habla. El alma no puede ya articular palabras; pareciera que algo en ella quiere gritar, pero el grito se transforma en gemidos y suspiros… El alma cree que no está dando nada; pero en realidad se está dando a sí misma, y está dejando que Dios sea quien reine.

  • Un Dios callado

También hace parte de los padecimientos de la oración el hecho de que a veces no recibimos respuesta de parte de Dios. Esto puede tornarse muy doloroso, sobre todo cuando estábamos acostumbrados a un diálogo muy vivo con Dios y solíamos experimentar cómo nuestras oraciones eran escuchadas. Ahora, en cambio, sucede que oramos y sabemos que Dios nos entiende, pero no percibimos Su respuesta. Un Dios que calla, un Dios taciturno… El alma no experimenta ya la presencia de Dios. Depende totalmente de la fe, pero precisamente así se fortalece. Este proceso, cuando no podemos ya apoyarnos en la experiencia interior sino sólo en la fe, hace parte de la así llamada “purificación pasiva”, sobre la que hablaremos en otro momento.

Por hoy, quedémonos con esto: En todas las crisis, hemos de aferrarnos a la vida de oración, para crecer. Así podremos demostrarle a Dios nuestra fidelidad y creer firmemente que Él está ahí, aun si no lo sentimos. ¡Aquí se requiere de nuestra confianza en Dios!