La medida de Dios

Mt 7,1-5

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No juzguéis, para no ser juzgados. Porque seréis juzgados con el juicio con que juzguéis, y seréis medidos con la medida con que midáis. ¿Cómo eres capaz de mirar la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano: ‘Deja que te saque la brizna del ojo’, teniendo la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano.”

Jesús nos enseña que debemos ser muy cuidadosos en relación con las faltas de los demás. El Señor nos conoce muy bien a los hombres, y sabe de nuestra tentación de no darnos cuenta de nuestros propios errores, de disimularlos, de relativizarlos y de evadirlos como mejor podamos. Por el otro lado, en cambio, nos resulta muy fácil darnos cuenta de las faltas de los demás y estar siempre atentos al mínimo error que cometan… Incluso puede suceder que lo que más nos fastidie de la otra persona sean precisamente aquellas faltas que más se asemejan o incluso son idénticas a las nuestras, aunque no estemos conscientes de ellas. Por eso se puede decir que el conocimiento de sí mismo nos protege de la necedad de sentirnos superiores a los demás.

Al hablar de ‘no juzgar’, ciertamente Jesús se refiere a que no hemos de sentenciar o condenar a una persona. Ésta es una falta de caridad enorme, que procede de un corazón no reconciliado; un corazón que probablemente aún no ha experimentado ni interiorizado de verdad el amor y el perdón de Dios. Si una persona lo ha experimentado profundamente y se conoce a sí misma, no sería capaz de juzgar así al otro, porque sabe cómo Dios se ha apiadado de ella y esa sería su medida para tratar a los demás.

Ésta es, pues, la clave en el encuentro con la otra persona; ésta es la medida con que hemos de medirla. Si acatamos esta norma en nuestra vida, empezaremos a medir con la medida de Dios y a tratar a cada uno como Él lo hace.

Ahora bien, aquí conviene hacer una aclaración. Lo de “no juzgar” no significa que no debamos discernir un acto concreto, evaluando si corresponde o no a la medida de Dios. No podemos interpretar esta palabra del Señor como si tendríamos que aceptar y aplaudir todo lo que las otras personas hagan. Lo esencial está en saber distinguir entre el acto concreto y la persona que lo comete.

Pongo un ejemplo sencillo: alguien roba. Es un acto intrínsecamente malo y no podemos cerrar los ojos ante ello. El juicio objetivo es, por tanto, decir que es un acto malo en sí mismo. Sin embargo, no sabemos las circunstancias en las que la persona en cuestión cometió el robo: quizá no estuvo movida solamente por la avaricia sino que pasaba necesidad; quizá incluso fue forzada a robar… Por tanto, no debemos condenarla para siempre como ladrón a través de nuestro juicio. Puede que incluso ya haya reconocido su error y se haya arrepentido, y nosotros no lo sabemos.

También el ejemplo que nos pone Jesús en el evangelio de hoy debe ser interpretado correctamente. El Señor no nos dice que debemos cerrar los ojos ante las faltas de los demás; sino que nos muestra la manera correcta de lidiar con ellas. De hecho, sería una falta contra el amor y contra la verdad si dejamos que nuestro hermano siga en su error, teniendo la posibilidad de hacérselo notar. Recordemos que estamos llamados a ser los “guardianes de nuestro hermano” (cf. Gen 4,9).

Quisiera poner un ejemplo de la vida real para darme a entender mejor. La obstetra de nuestra comunidad tuvo una sesión de consejería con una mujer que estaba pensando en abortar. Tras una larga conversación, decidió tener el bebé. Tiempo después, la mujer contó que lo decisivo había sido una frase que le dijo la obstetra de que su decisión debía basarse en la verdad, de esa verdad que ella bien conocía por sus raíces cristianas; es decir, la de dejar vivir al niño. Y esta decisión debía tomarla a pesar de la resistencia de su novio. Así, ella pudo decir un SÍ total a la vida de su hijo. Finalmente también su novio lo aceptó y ambos se alegraron de tener al niño.

La esencia de lo que el Señor nos dice en el evangelio de hoy es la primacía del amor. Al encontrarnos con las otras personas, ya sean de afuera o las que tenemos más cerca, hemos de hacerlo en el mismo espíritu con que Dios viene a nuestro encuentro. Podemos pedirle a Dios que nos llene de su Espíritu y permitir que Él purifique nuestro corazón. Así, podremos llegar a tener la actitud adecuada hacia los demás.

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