Flavia Elena Augusta

La meditación de hoy queremos dedicársela a Santa Elena, Emperatriz y madre del Emperador Constantino. El 18 de agosto es considerado el día de su muerte, por lo que en esta fecha suele celebrarse su memoria en la Iglesia Católica.

En lugar de tomar una lectura bíblica, iniciaremos esta meditación con unas palabras del cántico del Magníficat:

El Señor “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52).

Elena, la gran emperatriz que jugó un rol tan importante en la difusión del cristianismo, nació en una familia pobre y pagana en Bitinia (Asia Menor), hacia mediados del siglo III.

En su adolescencia y juventud trabajaba como posadera, y fue allí donde se encontró con un famoso general del ejército romano, llamado Constancio, que la tomó por esposa, a pesar de su diferencia de rango. Elena siguió siendo sencilla y modesta, no obstante la alta posición que gozó a partir de entonces. Hacia el año 274, Elena dio a luz a su único hijo, a quien conocemos como Constantino el Grande.

Pero pronto llegaría para ella un tiempo de sufrimiento, porque su esposo Constancio Cloro fue elegido por Maximiano, el Emperador del Imperio Romano de Occidente, para ser su corregente, convirtiéndolo en César de las provincias de Galia e Inglaterra. Como condición, Maximiano le exigió repudiar a su esposa Elena, desposarse con su propia hijastra y enviar a su hijo Constantino a la corte del Emperador de Oriente, Diocleciano, como “prenda” de su lealtad.

A partir de entonces, Elena vivió en soledad y silencio. Sin embargo, después de la muerte de Constancio, su hijo Constantino se convirtió en César y confirió a su madre el título de Augusta, llevándola consigo a la corte.

Se cuenta que, en vísperas de la famosa Batalla del Puente Milvio, Constantino habría visto en el cielo una cruz con esta inscripción: “Con este signo vencerás”. Habiendo recibido en un sueño la interpretación de esta visión, el Emperador mandó pintar una cruz en todos sus estandartes, y efectivamente, el 28 de octubre de 312, se llevó la victoria y derrotó al pagano Majencio, convirtiéndose así en el único Emperador.

Este acontecimiento fue de suma importancia para el cristianismo, porque, en agradecimiento a la victoria obtenida bajo la protección de Cristo, Constantino promulgó el Edicto de Milán, que puso fin a las sangrientas persecuciones de los cristianos y permitió su expansión en todo el Imperio Romano.

Podemos suponer que Santa Elena tuvo una gran influencia sobre su hijo. Ella misma había recibido el bautismo después de ver con qué alegría los mártires cristianos iban a la muerte en los tiempos de persecución. Con gran fervor sirvió a su Redentor. Y ahora, habiendo sido nombrada Augusta, su elevada posición le permitía hacer muchas obras de caridad hacia los pobres, porque podía disponer del tesoro imperial como mejor lo considerase. Pero todos estos honores no enorgullecieron su corazón. ¡Al contrario! Su amor al prójimo no sólo se manifestó en sus generosas limosnas, sino también en sus esfuerzos por liberar a los prisioneros de las minas y del exilio. Así, su fe se hizo concreta en numerosas obras de misericordia.

A pesar de que para entonces había llegado ya a una edad avanzada, Elena decidió emprender un viaje a Palestina, para venerar las huellas de su Redentor. En los lugares santos erigió iglesias y mandó hacer excavaciones en el lugar del Calvario, encontrando finalmente la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Las dos iglesias más importantes cuyos fundamentos se remontan a nuestra Emperatriz son la de la Natividad, construida sobre la gruta misma donde nació el Redentor, y la de la Resurrección o del Santo Sepulcro.

 

Ante todo esto, cabe preguntarse hasta qué punto santa Elena habrá influido en el bautismo de su hijo Constantino y en la promulgación del Edicto de Milán. Así, esta sencilla mujer de Bitinia fue llamada por Dios a ocupar uno de los más altos cargos civiles de aquella época, desde donde pudo servir como incansable y devota promotora de nuestra santa fe.

Nosotros, que nos encontramos actualmente en Jerusalén, nos sentimos muy unidos a Santa Elena. Puesto que la consideramos patrona de Harpa Dei, le encomendamos de forma especial nuestro apostolado. En efecto, la misión de los santos no termina cuando llegan a la eternidad, sino que continúa.

Si santa Elena fue tan importante para la difusión de la fe cristiana, que hoy en día se está desvaneciendo tanto en el mundo occidental que anteriormente solía denominarse la “cristiandad”, a tal punto que casi podemos hablar de una “apostasía”, entonces ciertamente una ardiente preocupación suya será que esta fe no se extinga por completo.

Antes de que su hijo Constantino gobernase el Imperio, la mayoría de los Emperadores Romanos habían sido muy hostiles a la fe cristiana y muchos de ellos persiguieron cruelmente a los que se habían adherido a ella. Por desgracia, esta crueldad se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia.

Si no cerramos nuestros ojos, tendremos que constatar que muchos de los “emperadores” actuales; es decir, los gobernantes de este tiempo, también son hostiles a la fe cristiana. Nosotros, como fieles, debemos estar muy atentos y observar cuidadosamente si acaso se presenta un “Emperador Supremo” que quiera apoderarse ilegítimamente de los corazones de los hombres. A este tal tendríamos que identificarlo como el “Anticristo”.

En todo caso, nosotros estamos muy agradecidos con Santa Elena, que de muchas maneras ha demostrado ser una patrona generosa y confiable. Que ella, como “corregente” en el cielo, nos alcance muchas gracias de la cámara del tesoro de Dios, para que el incomparable don de la fe no sólo no se pierda, sino que se difunda por todo el mundo y conduzca a las personas de regreso a la casa de nuestro Padre Celestial.

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