“CONTEMPLADLO Y QUEDARÉIS RADIANTES” 

 “Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará”  (Sal 33,6).

Cuando intentamos elevar siempre nuestra mirada al Padre, toda nuestra vida queda iluminada y transfigurada por su luz. La vida se vuelve transparente, porque, cuando vivimos conscientemente bajo la mirada de nuestro Padre, nada impuro puede resistir. San Benito instaba a sus monjes a vivir siempre en la consciencia de la presencia de Dios.

Si nuestra relación con Dios está marcada por la confianza que Él merece y a la que nos invita, entonces nuestro corazón se regocija al vivir bajo su mirada y se deleita en estar en constante diálogo con Él. ¿Acaso no hemos visto cómo a los niños pequeños les encanta jugar en presencia de sus padres y que siempre están pendientes de si sus padres les están prestando atención? Cuando perciben la amorosa mirada de sus padres, su rostro queda radiante de alegría.

Lo mismo sucede en la relación con nuestro Padre Celestial, cuya mirada se posa siempre en nosotros. Él se ocupa constantemente de nosotros, buscando que nuestra vida esté de acuerdo con sus planes de salvación.

Cuando los padres notan que su pequeño hijo se está exponiendo a un peligro, a menudo basta una pequeña llamada o una breve mirada para que el niño se aleje del peligro. Cuanto más íntima sea la relación, tanto más fácil le resultará al niño corregir su camino. Muchas veces le basta con ver la expresión del rostro de sus padres para constatar si les agrada o no lo que está haciendo.

He aquí un ejemplo muy ilustrativo que nos muestra lo que sucede también en la relación con nuestro Padre Celestial. Cuanto más íntimamente unidos a Él estemos y elevemos nuestra mirada a Él, tanto más fácil nos resultará dejarnos corregir por Él cuando nos estemos desviando aun en lo más mínimo del camino. Si el espíritu de piedad nos inunda, no sólo elevaremos la mirada a Él para constatar lo que podría disgustarle, sino sobre todo para reconocer lo que le agrada y cómo podemos serle una causa de alegría.

No, nuestro rostro no tiene que avergonzarse al mirar al Padre. Él ha perdonado todos nuestros pecados a través de su Hijo y siempre nos vuelve a levantar cuando fallamos.

Y si alguna vez perdemos de vista a nuestro Padre y nos hemos alejado, escuchamos estas palabras de consuelo que Él nos dirige en el Mensaje a la Madre Eugenia:

“Si vosotros mismos, por ignorancia o por debilidad, recaéis en el estado de una gota amarga, yo sigo siendo un Océano de amor, dispuesto a recibir esta gota amarga, para transformarla en caridad y en bondad, y para hacer de vosotros santos, como lo soy yo, vuestro Padre.”