ADMIRABLES SON TUS OBRAS

“Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras”  (Sal 138,13-14).

¿Podemos pronunciar con el corazón libre y a una sola voz con el salmista esta acción de gracias a Dios? Deberíamos ser capaces de ello, porque nuestro Padre puso todo su amor al crear al hombre, y esto cuenta para todos y cada uno de nosotros.

Al agradecerle a nuestro Padre por habernos creado, le honramos grandemente. Lo mismo sucede cuando reconocemos la belleza en las obras de su Creación.

Aunque esta belleza se vea ahora empañada por el pecado original y sus destructivas consecuencias; aunque el pecado desfigure espiritualmente al hombre y la fragilidad, la enfermedad y la muerte le hayan sobrevenido como consecuencia, esto no cambia el hecho de que, originariamente, Dios nos modeló de forma maravillosa.

“Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó (…). Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gen 1,27.31).

El Padre quiere restaurar en nosotros esta belleza originaria: “De nuevo nos darás la belleza del primer día, cuando nos creaste a tu imagen”, canta un himno de la tradición oriental.

En su hija predilecta, Dios nos muestra intacta esta belleza. “Tota pulchra es Maria” (Toda hermosa eres, oh María). ¿De dónde le viene toda su belleza?

María fue preservada del pecado original y colmada a plenitud de la gracia de Dios, a la cual respondió con todo su ser. Así, en ella resplandece sin reservas el designio de amor de Dios para con el hombre.

Y a esta criatura perfecta e inmaculada Dios nos la da como madre. Ella nos da testimonio del inefable amor del Padre y nos hace entender que también nosotros estamos llamados a evocar a través de nuestro testimonio el asombro ante las obras de Dios: “¡Qué admirables son tus obras, Señor!” (Sal 66,3)