Hb 3, 7-14
Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, el día de la provocación en el desierto, donde me provocaron vuestros padres y me pusieron a prueba, aun después de haber visto mis obras durante cuarenta años. Por eso me irrité contra esa generación y dije: Andan siempre errados en su corazón; no conocieron mis caminos. Por eso juré en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso! ¡Mirad, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar del Dios vivo; antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Pues hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio.
„Si escucháis hoy su voz“… Su voz, la voz del Señor debemos saberla diferenciar de muchas otras voces que escuchamos, voces que no son del Espíritu Santo, voces que quieren susurrarnos algo distinto a lo que el Señor nos dice.
Existe un auténtico vocerío en este mundo, sobre todo si tomamos en cuenta la „omnipresencia“ de los medios de comunicación. Si hoy en día no sabemos utilizar adecuadamente los medios modernos de comunicación, padeceremos una persecución de todo tipo de voces. Es triste ver cómo las personas pueden estar tan sumergidas en sus smartphones que se les convierten incluso en un vicio. En estas circunstancias, ¿cómo podrán oír la voz del Señor? Ésta ha quedado totalmente opacada…
Pero Dios se dirige a nosotros con sus palabras y quiere que le prestemos atención, pues su voz es vida y verdad. La voz del Señor es majestuosa. Su voz resuena en la vida de Jesucristo. Todo lo que Él hace y dice es la auténtica voz de Dios, quien por nosotros se hizo hombre en Jesús. Por eso también podemos percibir su voz cada vez que leemos la Sagrada Escritura, cuando intentamos interiorizar su palabra y orientar en ella nuestra vida. La voz del Señor también resuena en la Iglesia, cuando ella interpreta y actualiza de forma auténtica el legado de Cristo.
El texto de hoy nos habla de un endurecimiento del corazón, que nos hace incapaces de reconocer la voz del Señor. ¿Cómo puede endurecerse el corazón? El mismo texto nos responde, dándonos un ejemplo concreto de la Biblia: una parte del pueblo de Israel se rebeló en el desierto contra Dios a causa de su incredulidad y descontento, a pesar de que ellos mismos habían sido testigos del maravilloso modo en que Él había salvado a su pueblo.
Este ejemplo nos muestra algo esencial: aunque Dios colme de sus beneficios a la humanidad, el hombre puede cerrar su corazón ante Él. Recordemos tantos ejemplos que nos presenta el Nuevo Testamento. De tantas formas Jesús revela su amor a las personas; sin embargo, ¡con cuánta facilidad ellas lo niegan o incluso lo traicionan!
Reconocemos, pues, que el problema está en nosotros, en nuestro corazón humano, que frecuentemente quiere algo distinto a lo que Dios quiere. Cuando nuestras apetencias exigen algo que no le agrada a Dios, cuando nuestra avidez se aferra a ciertas cosas, entonces somos capaces de olvidar a Dios o de hacerlo a un lado con tal de hacer realidad nuestros propios deseos. En esos momentos preferimos no interesarnos mucho por saber qué es lo que diría Dios frente a esta situación. De este modo, podemos ser cada vez más sordos a la voz del Señor en la situación concreta.
El texto bíblico también nos muestra otro aspecto que endurece nuestro corazón y nos cierra a escuchar la voz de Dios: se trata del engaño del pecado. Cuando damos cabida al pecado, cuando éste se instala cada vez más en nosotros, entonces nuestro corazón se endurece y no está dispuesto a escuchar la voz del Señor. Podemos llegar a tal punto que incluso huimos de su voz, mientras nuestro corazón se hace cada vez más oscuro. Esta es la perfecta oportunidad que tiene el Diablo para endurecer nuestro corazón „definitivamente“ ante Dios. Para esta persona ya no quedaría ninguna esperanza, si no fuera porque el deseo de Dios de salvarnos es más grande que la malicia del demonio, que no quiere soltar fácilmente su presa.
Ahora bien, ¿cómo podemos evitar siquiera cerrarnos a la voluntad de Dios? ¿Cómo podemos estar siempre abiertos a la escucha de su voz?
En primer lugar está la gratitud, que nos ayuda a no olvidarnos de Dios. Si recordamos sus obras, tanto las que están descritas en la Biblia como las que Él ha realizado en nuestra vida personal, entonces nos acordaremos de Dios también en los tiempos difíciles y no perderemos tan rápido la fe, como les sucedió a algunos israelitas en el desierto.
Un segundo elemento importante para que no se cierre nuestro corazón es el constante contacto con Dios a través de la oración, de los sacramentos, de la interiorización de la Escritura, de las buenas obras, etc.
Y un tercer aspecto lo encontramos también en el texto de hoy. Se nos recomienda que, como hermanos y hermanas, cuidemos el uno del otro, que nos exhortemos mutuamente para que nadie se aparte del camino. Podemos también denominar esto como „correctio fraterna“. ¡Cada uno de nosotros es custodio de su hermano! No solo tenemos que rendir cuentas por nosotros mismos, sino que además se nos ha confiado a nuestro hermano. Claro que nos referimos en primera instancia a aquellos que creen en Cristo.
Finalmente una última observación sobre el corazón incrédulo. Podemos pedir al Señor la transformación de nuestro corazón. Pero esto implica que nosotros colaboremos, para que puedan ser arrancadas de nuestro interior todas aquellas inclinaciones que nos mantienen atados a nosotros mismos. Tenemos que aprender a percibir con mucha atención lo que sucede en las profundidades de nuestro corazón, y abrir hacia Dios todo aquello que en nosotros no corresponde a su voluntad.
El fuerte pasaje que hemos leído y meditado hoy no debe acobardarnos; más bien debe recordarnos que no podemos sentirnos fuertes. Mientras vivamos sobre la Tierra siempre estaremos expuestos a las tentaciones. Una falsa autoconfianza puede hacer tanto daño como los escrúpulos. La actitud adecuada es la vigilancia con respecto a Dios y al prójimo, especialmente al hermano y a la hermana en la fe, y también con respecto a nosotros mismos. Si actuamos así no perderemos la confianza y, a la vez, nos mantendremos alerta para que ni nosotros mismos ni los otros se aparten del Dios vivo.