“María, tomando una libra de perfume de nardo puro muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos.” (Jn 12,3)
¡Qué gesto tan tierno de parte de María nos narra este pasaje evangélico! Es una ternura que corresponde al ser de la mujer, y que refleja algo de su belleza y capacidad de entrega. María le ha entregado todo su corazón a Jesús, y cuánto consuelo habrá sido para Él, en medio de tanta hostilidad, aquella alma amante. Algo similar le sucederá en el Viacrucis, cuando Verónica enjuga su rostro.
“Entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar, comentó: ‘¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?’” (Jn 12,4-5)
Cuánto contraste y antítesis: aquí el gesto amoroso de una mujer; allí, Judas tramando ya en su interior la traición del Señor. Aquí los judíos que buscan ver a Jesús y a Lázaro, a quien Él había resucitado; allí, los sumos sacerdotes que quieren dar muerte al Señor y también a Lázaro, “porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús” (Jn 12,11).
¿Y Jesús?
Él acepta el amor de María, así como lo hace con cada gesto de amor que los hombres le brindan: lo recibe y lo guarda para siempre. En su Corazón, jamás olvidará este gesto. Incluso nosotros, tanto tiempo después, seguimos pensando en aquella muestra de amor de María, porque Jesús nos la señala como un ejemplo de cómo podemos amarlo:
“Os aseguro que dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, se hablará también de lo que ella ha hecho, para que su recuerdo perdure” (Mt 26,13).
Aquí vemos la amorosa entrega de María; allí, el corazón cada vez más cerrado de Judas, quien no comprende este gesto de amor ni se complace en él; sino que lo rechaza, atrapado en su ambición de dinero.
Jesús, sabiendo bien que Judas lo traicionaría, intenta hacerle entender a él, así como a todos nosotros, que el amor a Dios ocupa el primer lugar: “Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12,7). Nada debe anteponerse al amor a Dios; ni siquiera la caridad con los pobres puede sustituir el amor personal a Dios.
El Señor pide nuestro amor, para que Él, a su vez, pueda colmarnos con el Suyo. “¡Tengo sed!” –exclamará Jesús desde la Cruz (Jn 19,28), anhelando la respuesta de nuestro amor, una vez que Él nos mostró el suyo hasta la muerte.
Existen tantas formas de mostrarle a Jesús nuestro amor: María ungió sus pies, Verónica enjugó su rostro con un pañuelo… Pero nosotros, que no lo tenemos físicamente en medio nuestro, ¿cómo podremos mostrarle nuestro amor?
Jesús está presente entre nosotros en su Palabra y en el Santísimo Sacramento. Él espera que nos tomemos un tiempo para Él, que lo visitemos en el Sagrario y recibamos allí su tierno amor. De este modo, podemos mostrarle nuestro amor y estar a sus pies, como María. Allí podremos ungirlo con el perfume de nuestra entrega; y ofrecerle nuestro corazón, como el pañuelo de Verónica.
¡El amor es creativo! Así como nuestro Padre se complace en mostrarnos su amor de mil maneras siempre nuevas, y día a día de tantas formas nos bendice; así también nosotros podemos expresarle nuestro amor de tantos modos, consolándolo también por las muchas personas que aún no lo conocen o lo han olvidado.
Si no sabemos por cuál expresión del amor optar, preguntémosle al Espíritu Santo, Él que es el amor entre el Padre y el Hijo. ¡Ciertamente Él nos responderá!