¿Se salvan las personas de otras religiones?

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Queridos amigos que escuchan nuestras meditaciones diarias,

Nos alegra que se estén difundiendo estas reflexiones y nos dan mucho gusto las buenas reacciones que nos llegan. ¡Todos los que quieran pueden compartir las meditaciones! Precisamente en el tiempo actual es sumamente importante anunciar la doctrina clara de la Iglesia, tanto en lo que respecta al ámbito bíblico y teológico como también en el campo de la espiritualidad.

Últimamente me permito a veces repetir ciertas meditaciones de años anteriores. ¡Nunca hace daño volverlas a escuchar! Incluso hay un refrán que dice que la repetición es la madre de la sabiduría. También estoy muy agradecido por los hermosos cantos de Harpa Dei que acompañan estas reflexiones sobre la Palabra de Dios y lo glorifican tanto a Él.

En las próximas semanas quisiera hablar sobre algunos santos, que son nuestros hermanos que se encuentran ya en la gloria de Dios y hacen parte de la Iglesia triunfante. ¡No cabe duda de que ellos nos ayudan y quieren vivir en una cercana amistad con nosotros! El Papa Benedicto, por ejemplo, recomendaba vivir en esta comunión de los Santos. Algo similar sucede con los santos ángeles, que están esperando poder servir a la Iglesia militante, para que el Reino de Dios se expanda más y más.

En la meditación de hoy y de los próximos días quisiera responder a ciertas preguntas que nos han hecho nuestros oyentes. En este contexto, aprovecho la ocasión para pedir que aquellos que nos escriben sus preguntas o comentarios se identifiquen con su nombre, porque lamentablemente los tenemos registrados como anónimos.

En este caso se trata de preguntas que son de interés común, y es por eso que, con mucho gusto, me tomo el tiempo de responderlas por este medio. También en el futuro quisiera continuar haciéndolo así, cuando las preguntas se refieran a aspectos generales de la fe.

Hace algún tiempo atrás alguien nos escribió la siguiente inquietud: “¿Se salvan las personas de otras religiones?” El contexto de la pregunta fue el “Documento sobre la Fraternidad Humana”, firmado en Abu-Dhabi conjuntamente por el Papa Francisco y un imán musulmán. En las meditaciones del 13, 14 y 15 de febrero habíamos estado tratando esta temática, para ayudar a un discernimiento de los espíritus.

Sólo para contextualizar, vuelvo a citar la frase crítica de este Documento:

“El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos.”

En las mencionadas meditaciones de febrero ya había explicado detalladamente cuál es la problemática de esta frase, que sugiere que todas las religiones corresponderían a la misma sabia voluntad de Dios. Pero conviene tenerla presente ahora para responder a la pregunta que nos plantearon:

“¿Se salvan las personas de otras religiones?”

Sí pueden ser salvadas las personas de otras religiones, como nos lo enseña la Iglesia. En este contexto, es importante resaltar que no se salvan por su religión, sino que Dios puede encontrar caminos que sólo Él conoce. Serán salvadas a través del único Redentor de la humanidad: Jesucristo. ¡Sólo en Él está la salvación y el perdón de los pecados!

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice lo siguiente:

“Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.” (n. 847)

Es fundamental hacer énfasis en que ésta es la auténtica doctrina de la Iglesia, que nos ha sido transmitida y corresponde al evangelio. Es por eso que es un grave error pensar que las otras religiones representan en sí mismas caminos de salvación, y que se las pueda poner más o menos a un mismo nivel con nuestra fe. Si fuese así, no sería necesario anunciar el evangelio a todas las gentes. Si, por ejemplo, fuese suficiente para los judíos con cumplir los mandatos de la Antigua Alianza, entonces los apóstoles y San Pablo no les hubiesen anunciado a Jesús. A fin de cuentas, el Señor mismo no hubiera tenido que entregar su vida para la Redención de la humanidad.

Entonces hay que hacer una clara distinción. Si se pueden descubrir y reconocer las “semillas del Verbo” en las otras religiones, entonces éstas proceden de Cristo, quien es la Luz del mundo (cf. Jn 8,12). Pero, aunque se encuentren en estas religiones ciertas semillas del Verbo, están al mismo tiempo marcadas por serios errores. Lo que podemos hacer, entonces, es asimilar lo bueno que hay en ellas, que tiene su origen en Dios, para que esto sirva como puente para el anuncio del evangelio. Sin embargo, debe quedar en claro que la otra religión no conduce en sí misma a la salvación.

Aunque sea posible que las personas de otras religiones se salven -como hemos visto-, esto no significa que no tengamos el deber de orar por ellas y de anunciarles el evangelio, según lo que nos sea posible. ¡Porque conocer al Señor es la verdadera vida; porque adorarlo y servirle a Él en la Iglesia es ser adoradores “en espíritu y en verdad” (cf. Jn 4,23)! Entonces, la posibilidad de que se salven las personas de otras religiones no puede hacernos “perezosos” a nivel espiritual, dejando de preocuparnos por sus almas.

Testifiquemos simplemente en humildad que el Señor Jesucristo es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6); y dejemos atrás las especulaciones humanas erróneas. No olvidemos que estamos al servicio de una verdad que nos ha sido revelada. ¡No se trata de un conocimiento que hubiésemos obtenido por nosotros mismos! Así podremos resistir a esa tentación que quiere confundirnos, diciéndonos que nos estamos creyendo superiores a las demás personas y religiones cuando damos este testimonio de la única Verdad. Antes bien, es humildad el someterse a la verdad que se ha reconocido; mientras que es erróneo colocar las propias ideas por encima de la Palabra de Dios.

La verdadera libertad (Parte III)

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Los respetos humanos

En el tiempo actual resulta particularmente importante reflexionar sobre ellos, porque los respetos humanos parecen haberse adentrado incluso en la Iglesia. Cada vez son menos las voces que anuncian claramente la verdad católica, las que señalan el pecado, las que enseñan a entender correctamente la misericordia, las que recuerdan a las personas que un día habrán de rendir cuentas en el juicio, que su vida terrena llegará a su fin y que están llamadas a producir tanto fruto como puedan en el tiempo que se les concede.

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La verdadera libertad (Parte II)

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Con la meditación de ayer, nos hemos adentrado en un tema bastante extenso, que ha de ayudarnos a vivir nuestra fe cristiana con mayor libertad. Las diversas carencias de libertad impiden que el amor de Dios nos impregne por completo, y traen el peligro de que, a pesar de la maravillosa fe que se nos ha concedido, permanezcamos encerrados en ciertas prisiones interiores o, al menos, de que no saboreemos la plenitud de la libertad que Dios quiere concedernos. “Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” -nos dice Jesús (Jn 8,36).

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La verdadera libertad (Parte I)

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La verdadera libertad, que será el tema de nuestras próximas meditaciones, es aquella que solamente puede obtenerse en la entrega total a Cristo. No se trata, entonces, de la libertad que el hombre posee como don de Dios, por el simple hecho de ser hombre; sino que es una libertad que puede alcanzarse únicamente en la perfección cristiana.

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La verdadera sencillez (Parte II)

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Como habíamos visto en la meditación de ayer, al orientarnos hacia el amor y la verdad, nuestra vida empieza a concentrarse y hacerse más sencilla.

De ninguna manera puede entenderse como “sencilla” y deseable una vida que esté únicamente enfocada en la conservación material de la existencia. Tampoco se relaciona con la verdadera sencillez la falta de aptitud intelectual, que, al no comprender los contenidos más profundos, simplemente se queda con lo que le resulta más entendible. Tampoco es verdadera sencillez simplificar los contenidos y contentarse con explicaciones abreviadas y sin profundidad; ni es sencillez aquel “infantilismo”, que no se confronta a los problemas, sino que pasa por encima de ellos con ligereza, sin llegar jamás a una solución.

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El don de entendimiento y de sabiduría

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El don de entendimiento

Mientras que el don de ciencia nos ayuda a escapar de la atracción de las criaturas y a reconocer en una mirada interior su nada, a la vez que nos hace comprender que toda vida y belleza proceden de Dios; el don de entendimiento nos ayuda a penetrar más profundamente en el misterio de Dios.

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El don de ciencia

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“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?” (Mt 16,26)

A través de los dones de temor, de piedad, de fortaleza y de consejo, el Espíritu Santo guía sobre todo nuestra vida moral. A través de los dones de ciencia, de entendimiento y de sabiduría, en cambio, Él conduce directamente nuestra vida sobrenatural; es decir, nuestra vida centrada en Dios.

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El don de consejo

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“Habla, Señor, tu siervo escucha.” (1Re 3,9)

El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Él mora en nosotros y nos aconseja para que apliquemos las enseñanzas de Jesús en las situaciones concretas de nuestra vida. A través del don de consejo, somos capaces de percibir la voz silenciosa del Espíritu Santo que habla a nuestro interior, y aprendemos a diferenciarla de aquellas otras voces que no proceden de Él. Vale aclarar que, para ello, se requiere de la capacidad de callar interiormente y de estar dispuestos a escapar del caos de tantas diversas opiniones y puntos de vista, procedentes tanto de nuestro interior como del exterior.

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El don de piedad y el don de fortaleza

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El don de piedad

“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.” (Rom 8,16)

Si el don de temor de Dios nos lleva a adherirnos a Él con amor filial, evitando a toda costa ofenderlo, con el don de piedad el Espíritu Santo toca nuestra vida espiritual de manera muy suave y delicada, perfeccionando nuestra relación con Dios y con el prójimo, y haciéndola más sencilla.

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El don de temor de Dios

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“Primicia de la sabiduría es el temor del Señor.” (Sal 111,10)

“Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación.” (Fil 2,12)

El don de temor de Dios produce en el alma del hombre un fuerte rechazo hacia el pecado, que evitará minimizar o relativizarlo. Ésta es una de las primeras lecciones que el Espíritu Santo concede al alma que busca la santidad, para prepararla para la unificación con Dios. El amor ha despertado ya en el alma, y ella entiende que sólo el pecado puede separarla de Dios. Por eso trabaja con temor y temblor por su salvación.

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