“UNA GUARDIA EN MI BOCA”

“Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios” (Sal 140,3).

¿Quién puede controlar su lengua? El Apóstol Santiago nos responde: “Ningún hombre es capaz de domar su lengua. Es un mal siempre inquieto y está llena de veneno mortífero” (St 3,8).

En efecto, ¡cuántos pecados se cometen a través de palabras negativas, faltas de amor y malas! ¡Cuán dificil nos resulta a los hombres refrenar nuestra lengua, cuando ésta está inflamada de sentimientos negativos y, en consecuencia, hiere a las otras personas!

Pero no sólo se trata de refrenar las palabras negativas; sino también las múltiples habladurías innecesarias, que pueden hacer que el ambiente se vuelva mundano y superficial, y difícilmente lo abren a la presencia de Dios.

En vista de ello, estamos tan necesitados de la ayuda de nuestro Padre para colocar una guardia en nuestra boca. Necesitamos esa voz que nos amonesta y nos llama interiormente al orden cuando caemos en desorden; esa voz del Espíritu Santo, que rápidamente nos hará percibir –siempre que estemos dispuestos a escuchar– cuando nuestras palabras estén atentando contra la caridad. Cuanto más nos dejemos formar en este ámbito, tanto más prontamente lo notaremos.

El “centinela a la puerta de nuestros labios” podríamos interpretarlo como la vigilancia sobre nuestros pensamientos, que preceden a las palabras que nuestra boca pronuncia y a los que, en caso de no corresponder a la Voluntad de Dios, hemos de estrellar contra la roca de Cristo, como enseñaba San Benito a sus monjes. Esto significa que empezamos a percibir los pensamientos y sentimientos que surgen en nuestro interior y los afrontamos a través de la oración, antes de que éstos se reflejen en nuestras palabras. Si lo logramos, entonces ya habremos alcanzado bastante y podremos ahorrar molestias innecesarias a las personas con las que convivimos. Sin embargo, poco a poco tendremos que ir superando a través de la oración interior todas aquellas palabras, pensamientos y sentimientos que hemos refrenado.

En todo esto necesitamos la ayuda divina, que el Padre seguramente nos concederá de muy buena gana, porque así su amor podrá transformarnos y hacernos más semejantes a Él.