UN SOLO ESPÍRITU CON DIOS

 “El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él” (1 Cor 6,17).

¡Qué invitación tan maravillosa a llegar a ser un solo espíritu con nuestro Padre: pensar como Él, actuar como Él, dejarnos formar enteramente por Él y asemejarnos a Él! ¿Misión imposible? ¡No!

En efecto, Jesús mismo nos exhorta a ser perfectos como el Padre del Cielo; es decir, a adoptar la forma de ser y de actuar de Dios. En la teología mística se habla de la “divinización del hombre”. Sin embargo, este término no sugiere que nuestra propia naturaleza humana sea capaz de ello, ni que el simple esfuerzo por alcanzar una noble humanidad nos divinazaría por sí solo.

El requisito indispensable para la verdadera divinización del hombre es volver a nacer del agua y del espíritu (Jn 3,5); es decir, el santo bautismo, a través del cual nos convertimos en “hombres nuevos”, formados a imagen de Cristo.

Si acogemos de forma consciente este infinito regalo de nuestro Padre y buscamos agradarle en todo, si le entregamos nuestro corazón, caminamos por sus sendas y le permitimos atraernos hacia Sí mismo, entonces nuestra alma anhelará cada vez más gustar de su presencia. Se adhiere a su Padre y no quiere otra cosa sino estar con Él. Bebe de la fuente de la vida, se alimenta del pan de los ángeles, se desprende de los apegos desordenados a este mundo y le parece cada vez más vacía y sin sentido una vida meramente natural, sin el vínculo con Dios.

A través de los dones del Espíritu, que se le ofrecen en sobreabundancia, el Espíritu del Señor asume cada vez más las riendas de su vida y purifica al alma de aquello que aún la separa de Dios. Al mismo tiempo, este Espíritu la llena de alegría interior, porque ha encontrado a su Amado y en Él está su hogar. Dios Padre ha puesto su morada en ella y erigido allí el Trono de su amor.

¿Adónde más habría de ir?

Solamente irá adonde el Padre la envíe. Ya no quiere otra cosa. Está unida a Él, se ha adherido a Él y se ha hecho un solo espíritu con Él.