“UN CENTINELA A LA PUERTA DE MIS LABIOS”

“Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios” (Sal 141,3).

¡Cuán distinto sería todo si cada persona rezara esta sabia oración y actuara conforme a ella! ¡Cuánto sufrimiento se evitaría y cuánto se avanzaría en la vida espiritual!

“Hay charlatanes que hieren como espadas; la lengua de los sabios es medicina” (Prov 12,18).

Por desgracia, es así, y estas palabras de la Escritura nos exhortan a velar sobre nuestro hablar, porque al Señor le agrada que salgan de nuestra boca palabras de sabiduría, que edifiquen y sirvan a las otras personas. También para nuestra propia vida tiene gran importancia el manejo de nuestro hablar.

“Quien quiera amar la vida y ver días felices, que guarde su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas” (1Pe 3,10).

También el Apóstol Santiago nos hace ver con insistencia que muchos males salen de nuestra lengua y que, por tanto, estamos llamados a controlarla:

“Todos caemos muchas veces. Si alguno no cae al hablar, puede ser considerado un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo (…). Ningún hombre ha podido domar la lengua, pues es un mal turbulento y está llena de un veneno letal (…). De una misma boca proceden la bendición y la maldición. Esto, hermanos, no debe ser así. ¿Acaso la fuente mana por el mismo caño agua dulce y amarga?” (St 3,2.8.10-11).

Hemos escuchado la oración que el salmista dirige a Dios para pedirle que custodie sus labios. En efecto, necesitamos la ayuda del Señor para poder refrenar nuestra lengua, para que ésta no se inflame con un fuego equivocado, para que no ofenda; sino que se dirija a las personas en el modo de Dios.

Entonces, ¿cómo podemos colocar el centinela a la puerta de nuestros labios? Será nuestro Padre quien nos lo conceda a través de su Espíritu Santo, si se lo pedimos sinceramente. Entonces será Él quien examine nuestras palabras (e incluso los pensamientos) a la luz del amor y la verdad. Cuanto más finamente percibamos su presencia, tanto más notaremos cuando no hemos seguido sus instrucciones. Al principio, probablemente apenas nos demos cuenta cuando las palabras no purificadas ya hayan salido de nuestra boca y hayan causado daño. Pero luego, con el paso del tiempo, las percibiremos en cuanto empiecen a brotar en nuestro corazón. Invocando al Espíritu Santo podremos refrenarlas y, a la larga, Dios purificará nuestro corazón de tal manera que ya no salga de él el veneno de las palabras indebidas.