LA VERDAD DEL AMOR 

“Envíame, Señor, envía a mi corazón el apaciguamiento, la mansedumbre de tu Espíritu; no sea que el amor por la verdad me induzca a perder la verdad del amor” (San Agustín).

Anunciar la verdad con amor y vivir en el verdadero amor es lo que sellaría nuestro testimonio con una profunda credibilidad. En efecto, es también esto lo que nuestra Iglesia necesita para su renovación.

Lo aprendemos del Señor mismo, del Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones y clama: “Abbá, Padre” (Gal 4,6). Cuando tenemos parte en el ser de nuestro Padre, seremos transformados de tal manera que ya no veamos a las personas con nuestros propios ojos, a menudo poco iluminados, sino con los ojos de Dios; que nuestras pasiones desenfrenadas no nos lleven a pasarnos de la raya, sino que actuemos siempre en la luz de Dios.

Jesús nos lo enseña una y otra vez… Cuando los discípulos fueron enviados a preparale hospedaje en una aldea y allí no quisieron recibirle, ellos, en su celo, quisieron hacer bajar fuego del cielo como represalia (Lc 9,54). El Señor, en cambio, pronuncia estas inolvidables palabras: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,32).

Así que la manera de ser y actuar de nuestro Padre es distinta: Sin desviarse ni un ápice de su santa Ley ni relativizar sus exigencias, sin ocultar que la transgresión de los mandamientos acarrea consecuencias, Él busca incansablemente a las almas para salvarlas. La motivación de Dios es siempre ésta: su inextinguible amor paternal. Movido por este mismo amor, nos envía a su propio Hijo, que desciende hasta los abismos más profundos del hombre perdido para rescatarlo.

Y este mismo amor quiere despertar el Padre Celestial en nosotros: un amor que nos empuje a buscar lo que está perdido (Lc 19,10), conducir de regreso a casa al extraviado y luchar por el hombre hasta su último suspiro. Esto es vivir en el amor de Dios y, por tanto, en la verdad del amor.