LA PAZ DE NUESTRO PADRE

“Padre divino, esperanza amorosa de nuestras almas, ¡que todos los hombres te conozcan, te honren y te amen!” (Antífona del Oficio a Dios Padre).

Esta antífona sintetiza el gran deseo que expresa el Padre en el Mensaje a la Madre Eugenia Ravasio. Puede convertírsenos en una súplica incesante a Dios, pidiéndole que conduzca a los hombres a esta decisiva conclusión.

Detengámonos aquí un momento: ¿Qué sucedería si la humanidad realmente experimentara esta profunda conversión a Dios?

La respuesta es sencilla: la verdadera paz descendería sobre ella como rocío reconfortante, porque allí donde está Dios no hay guerras. Sería aquella paz que viene de Dios, aquella paz que el Señor prometió a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Jn 14,27). Los hombres, iluminados por el Espíritu Santo, se verían y amarían unos a otros como hermanos, hijos de un mismo Padre. Entonces se cumplirían las promesas que desde antaño profirieron los profetas:

“El novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán, juntas acostarán sus crías, el león, como los bueyes, comerá paja (…). Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento del Señor, como cubren las aguas el mar” (Is 11,6b.-7.9).

¿Es solamente una ilusión, un sueño, un piadoso deseo o un vago recuerdo del Paraíso? ¡No! ¡Es la Palabra del Señor! Es lo que Él dispuso y tiene preparado para nosotros, los hombres. ¡Es la realidad de Dios! Se hará realidad en el mundo cuando los hombres conozcan, honren y amen al Señor. Entonces, este “valle de lágrimas” se convertirá en un lugar de adoración del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y el fruto de ello será la verdadera paz.