Dios ama al que da con alegría

2Cor 9,6-11

Hermanos: el que siembra con mezquindad, cosechará también con mezquindad; el que siembra en abundancia, cosechará también en abundancia. Que cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría.

Y poderoso es Dios para colmaros de todo bien, a fin de que, teniendo siempre y en todo lo necesario, os sobre todavía para hacer buenas obras, como está escrito: ‘Repartió; dio a los pobres; su justicia permanece eternamente.’ Aquel que provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentará los frutos de vuestra justicia. Así seréis ricos para dar siempre con generosidad, y eso provocará, gracias a nosotros, acciones de gracias a Dios.

 

En la lectura de hoy, el Apóstol anima a dar con un corazón libre y generoso. ¿Acaso puede uno alegrarse por un regalo, si aquel que te lo da lo hace sólo por obligación y de mala gana, o quizá coaccionado por las expectativas de los demás? A un regalo tal le falta el corazón, por así decir, y no es, por tanto, una expresión del amor, que es la característica esencial del regalo.

San Pablo nos recuerda que “Dios ama al que da con alegría”, pues si uno da en la actitud correcta, no sólo produce alegría para el receptor del regalo, sino también para el donante. De este modo, el Apóstol expresa otra gran verdad, que debería marcar la vida de todo cristiano: “El que siembra con mezquindad, cosechará también con mezquindad”.

Llegados a este punto, podemos ir más allá del ámbito de las donaciones meramente materiales, para aplicar esta maravillosa enseñanza de San Pablo a toda nuestra forma de seguir a Cristo. Se nos plantea aquí el cuestionamiento de si nos entregamos enteramente al Señor, y de cómo lo hacemos. ¿Damos sólo algo de nosotros o nos entregamos a nosotros mismos? ¿Le ofrecemos a Dios una parte de nuestro tiempo o se lo damos por completo?

También aquí se aplica la frase de que “Dios ama a quien da con alegría”, y así aprendemos a hacerlo todo de buena gana y con alegría por causa de su Reino. Ciertamente esto no significa que siempre vayamos a estar empujados por el impulso de las emociones, aunque también tales momentos sean hermosos. Se trata más bien de una alegría que surge de la unión interior con la Voluntad de Dios y de comprender cómo es Él y cuánto le agrada que respondamos a su generosidad con nuestra entrega total. Por eso, tanto en la lectura de ayer como en la de hoy, San Pablo nos señala el ejemplo de Dios mismo.

Si meditamos sobre la forma de actuar y de ser de Dios y acogemos interiormente su Espíritu, podremos asemejarnos cada vez más a Él, movidos por las alas de su amor. Evidentemente, para que esto suceda habrá que hacer a un lado la pereza y el egocentrismo en nuestro interior. Pero esto se tornará más fácil con cada respuesta que le demos al Señor, porque entonces el amor irá creciendo en nosotros.

Sobre este misterio escribe San Pablo en el texto de hoy: Dios puede derramar en sobreabundancia sus dones, y nosotros no los desaprovechamos si nos entregamos al amor desinteresado. En este contexto, se nos viene a la memoria la famosa frase de San Francisco de Asís: “Dando es como se recibe”.

La invitación de San Pablo a los corintios nos habla desde el mejor lado. La consecuencia de la vida cristiana y de la imitación del Señor es la donación de sí mismo. Cualquier cosa que hacemos por el Reino de Dios, obtiene su esplendor a partir de la libertad y la alegría con que lo hagamos. Esto cuenta también para los sacrificios que ofrecemos. Recordemos que también Jesús nos exhorta, por ejemplo, a no poner cara triste cuando ayunamos (cf. Mt 6,16-18).

En este contexto, se me viene a la mente lo que hace algún tiempo nos contó un sacerdote sobre la vida de Marthe Robin. Ella fue una mujer que pasó muchos años postrada en cama sin poder moverse. Tenía fama de santidad. El sacerdote que mencioné quería conocerla, pero se dijo a sí mismo que sólo se dejaría impresionar si ella seguía estando alegre en medio de su sufrimiento. Sobre el primer encuentro que tuvieron, él nos contó que se rieron mucho juntos. Era una mujer que sufría más de lo que podemos imaginar; pero que, a pesar de ello, era feliz. ¡Había aprendido a ofrecer al Señor de buena gana ese enorme sufrimiento!

Descargar PDF