Carencias de libertad (I): EL MIEDO

Quien conozca mis meditaciones diarias, notará que procuro ofrecer una ayuda para profundizar en el camino de seguimiento de Cristo, basándome en la Sagrada Escritura y en la auténtica doctrina de la Iglesia. En ocasiones, interrumpo el ritmo habitual de las meditaciones bíblicas para abordar en forma de “serie” algún tema que considero importante. De esta manera, se pueden tratar más a profundidad ciertos temas relacionados con la vida espiritual.

En esta ocasión, abordaré una temática que –hasta donde sé– no suele tratarse en el contexto del camino espiritual. Son las así llamadas “carencias de libertad”, que impiden que nuestra fe se exprese en toda su belleza y, en consecuencia, también opacan nuestro testimonio de vida, que debería ser una invitación para que las otras personas encuentren el camino hacia Dios.

Para la primera meditación dentro de esta serie, he escogido el tema del miedo, que es una de estas carencias de libertad. No será una reflexión psicológica sobre el miedo; sino de cómo hemos de afrontarlo a partir de la fe, para que no nos domine ni enturbie nuestra vida.

En efecto, el miedo es una de las grandes carencias de libertad y representa una fuerte restricción para las personas. Precisamente en estos tiempos se vive un gran temor a contagiarse con un virus. A partir de este miedo, que es reforzado por la respectiva cobertura mediática, no pocas veces los políticos y las personas afectadas toman medidas irracionales. En estos días alguien me regaló un librito cuyo título dice: “Confianza en Dios en lugar del miedo al coronavirus”. Estas palabras atinan con mucha precisión a la situación actual, y también señalan la salida de tantas manifestaciones del miedo, que nos llevan a grandes carencias de libertad y quieren dominar nuestra vida.

El miedo como carencia de libertad –y no nos referimos aquí a las precauciones justificadas ante peligros reales–, puede atacar enormemente a la persona. Para contrarrestarlo, no se supone que debemos ser “héroes”, que se precipitan sin temor alguno en el campo de batalla, sin considerar las circunstancias y las consecuencias. Pero tampoco debemos nunca dejarnos paralizar por el miedo hasta el punto de volvernos incapaces –o sentirnos incapaces– de hacer lo que nos corresponde. Entonces, el miedo no debe dominarnos de tal manera que estemos como a la fuga, evadiendo las situaciones que se nos presentan, en lugar de afrontarlas con la confianza puesta en el Señor.

En este contexto, no estoy hablando de un miedo crónico o patológico; sino que me refiero a aquella actitud que carece de libertad y que surge por haberse entregado al miedo, sin contrarrestarlo.

El autor Dietrich von Hildebrand, se plantea en su libro “Nuestra transformación en Cristo” –que, por cierto, es muy recomendable leer– una pregunta respecto a este tema:

“¿De dónde viene el hecho de que incluso los cristianos convencidos, que en principio no buscan más que a Cristo, pueden caer en un miedo que les paraliza e impide dar una respuesta libre a los valores? ¿Cómo es que caemos en aquella tensión interior que nos hace mirar como embelesados un mal que queremos evitar a toda costa? Todos nuestros pensamientos y aspiraciones quedan dominados por el deseo de evitar aquel mal, y todo lo demás lo juzgamos sólo desde esta perspectiva. (…) ¿Cómo es posible que, después de haber escuchado el mensaje del Evangelio y de creer en él, incluso ciertos males relativos puedan dejarnos sin aliento?”

Frente a esta pregunta, Hildebrand llega a la siguiente conclusión:

“La razón principal de ello es que nos dejamos llevar por la autonomía de evitar un mal y ya no confrontamos este mal como tal con Dios. Ya no nos planteamos la cuestión de qué pasaría si realmente tuviéramos que padecer este mal; sino que colocamos el propósito de evitarlo como meta indiscutible. (…) Aquel mal adquiere una importancia desproporcionada a su verdadero contenido. (…) Los sufrimientos del miedo (…) generalmente son mayores a los que nos causa este mal cuando realmente nos sobreviene.”

Para aclararlo con palabras sencillas: En lugar de acudir a Dios con nuestro miedo; en lugar de abrirle a Él en la oración nuestra actitud tensa (porque el miedo nos introduce en una tensión que nos hace girar alrededor de nosotros mismos); en lugar de volver a nutrir nuestra confianza en Él, nos dejamos arrastrar por la dinámica negativa del miedo. Entonces, estamos tan ocupados en evitar aquello que tememos, que buscamos soluciones que, a su vez, están determinadas por el miedo. No pocas veces sucede que incluso nuestro entendimiento queda confundido, de modo que podemos actuar irracionalmente y crear “estrategias de evasión”.

Es importante recordar las palabras del Señor, quien nos dice: “Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” (Jn 8,36); y también meditar esta afirmación Suya: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.” (Jn 16,33).

La antítesis del miedo es la confianza en Dios, que ha de ser activada especialmente en aquellas situaciones en las que el miedo quiere dominarnos. Esto sucede a través de la oración intensa y también de los actos correspondientes de la voluntad. Si acudimos al Señor, Él nos conducirá y nos hará atravesar este miedo.
Mañana retomaremos el tema…

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