ALABAR A DIOS SIEMPRE

“Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre” (Sal 83,5).

El Padre se alegra por cada hijo pródigo que, dejando atrás el pecado y la confusión, retorna a Él. ¡El cielo entero se regocija (cf. Lc 15,7)!

Pero ¿qué hay de aquellos que siempre permanecieron en la “casa del Padre” y le guardaron fidelidad? El salmo los llama “dichosos”. Por tanto, han escogido la mejor parte.

Esto nos queda claro al leer la parábola del hijo pródigo. El menor de los dos hijos se había perdido, y la alegría fue grande cuando retornó. El otro, en cambio, permaneció siempre en casa y compartía todo con su padre (Lc 15,11-32).

Es una gracia enorme poder conocer al Señor e intentar recorrer día a día sus caminos; es decir, vivir en su casa, alabándolo siempre.

Al alabar a Dios, le glorificamos, uniéndonos al cántico de amor de la Esposa al Esposo. Cumplimos aquello que la Creación entera está llamada a hacer. Alabar a Dios no sólo es “justo y necesario”, sino que, al hacerlo, damos testimonio de un Padre glorioso que ama a todos los hombres y es digno de toda alabanza. Cada sagrada liturgia, cada oración que se eleva del corazón a Dios, canta su alabanza.

Nunca perdemos el tiempo cuando oramos, cuando descubrimos y bendecimos la belleza de Dios, y nuestro corazón se llena cada vez más de su amor. ¡Al contrario! Cuanto más alabamos a Dios, más nos aproximamos a nuestra destinación eterna y nos volvemos capaces de contemplar este mundo con los ojos de Dios.

¡Dichosos son los que descubren esto! Son dichosos como María, la hermana de Marta, que, sentada a los pies de Jesús y escuchándole, había escogido la mejor parte (Lc 10, 39.42). Son dichosos como aquellas almas consagradas que, en medio de la noche, se levantan para cantar las alabanzas de Dios.

¡Qué alegría será para nuestro Padre cuando los hombres le den la respuesta que están llamados a dar: habitar en su casa y alabarle siempre!