1Jn 4,19-5,4
Nosotros amamos porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y a la vez odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano. Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser amará también al que ha nacido de él. En esto podemos conocer que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues el amor a Dios consiste en esto: en guardar sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que nace de Dios vence al mundo. Y la fuerza que vence al mundo es nuestra fe.
El amor tiene tal prioridad que sin él no se explica nuestra existencia y carecería de lo esencial. No podemos cansarnos de interiorizar esta verdad, pues por amor Dios nos creó, nos redimió y llevará a plenitud nuestra vida en la eternidad. Es por eso que “el amor cubre multitud de pecados” (1Pe 4,8), y por eso mismo seremos juzgados en este amor al atardecer de nuestra vida, como expresó tan hermosamente San Juan de la Cruz, en consonancia con lo que nos dice la Sagrada Escritura respecto al Juicio Final (cf. Mt 25,31-46).
En la lectura de hoy, se recalca una vez más que amar significa guardar los mandamientos de Dios, los cuales no son pesados.
A partir de aquí, podemos aprender a entender algo sobre nuestra vida espiritual… Sucede algo similar con el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Mientras que yo viva en el mundo del pecado y mi alma esté atada a él, me parecerá imposible cumplirlos, y los veré como una cima inalcanzable. Sin embargo, si me convierto a Dios, por Su gracia, e intento seriamente obedecer a Sus mandamientos, éstos se me harán cada vez más fáciles, y cada vez me resultará más extraño apartarme de ellos, aun si aparecen tentaciones. ¡Lo que ha pasado es que ha crecido el amor! Cada día en que procuramos guardar los mandamientos divinos, hasta su sentido más profundo, se consolida el amor de Dios en nosotros y Sus mandamientos nos resultan cada vez más naturales.
Ahora bien, esto mismo sucede en el camino más intenso de seguimiento de Cristo. Cuando hemos escuchado este llamado y nos hemos puesto seriamente en marcha, a menudo los primeros pasos serán fáciles, porque Dios mismo nos impulsa a seguir este camino del amor. De algún modo, en esta primera etapa estamos particularmente motivados y parecería que tenemos alas, por lo que no pocas veces sucede que los principiantes creen que son ya muy capaces de amar.
Pasado un tiempo, cuando nos encontramos en el proceso de purificación interior, posiblemente se habrá desvanecido aquella agilidad que viene de los sentimientos. Sin embargo, la voluntad de seguir este camino al que hemos sido llamados, se hace cada vez más fuerte, y con cada paso que damos, el amor se hace más grande. Así, también en el camino espiritual puede crecer la naturalidad de seguir las mociones del Espíritu Santo. ¡Y entonces realmente se vuelve más fácil el camino, no por los sentimientos que nos empujan, como al principio; sino porque el amor ha crecido, y todo lo que se hace en el amor, adquiere ese incomparable sabor del amor y suele ser ligero!
Y, de hecho, el camino del amor es objetivamente fácil, puesto que el amor libera el alma, la hace ágil, la rescata de ese girar en torno a sí misma y de los apegos terrenales… Gracias a la acción del Espíritu Santo, se hace posible aquello de lo que el hombre natural no sería capaz. “Mi yugo es suave y mi carga ligera” -nos dice Jesús (Mt 11,30). He aquí el secreto de la agilidad: Cuanto más se despliegue en nosotros la vida sobrenatural, es decir, cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más será el amor el que nos mueva y transforme. Incluso si nos llegan dificultades, tribulaciones, persecuciones u otras cruces, el amor será capaz de soportarlas y de crecer en ellas.
Quizá algún día nos encontremos ante el Señor y le diremos: “¡Oh Amado Señor, qué considerado fuiste conmigo, y qué carga tan pequeña me pusiste encima! O, como lo dijo San Pablo con tanta elocuencia: “¡En nada se comparan los sufrimientos presentes con la gloria que habrá de revelarse en nosotros!” (Rom 8,18)
A partir de este amor, veremos a los hermanos de forma cada vez más amorosa, y entonces el Señor nos concede este invaluable intercambio. Amándolo a Él, podremos amar mejor al prójimo y al hermano. Y, al mismo tiempo, amando al prójimo y al hermano, crecerá el amor a Dios.