“YO, EL SEÑOR, SONDEO EL CORAZÓN”

 “Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo? ‘Yo, el Señor, sondeo el corazón y examino los pensamientos’” (Jer 17,9-10).

Ayer reflexionábamos sobre el corazón que, tras haber sido puesto a prueba, ha demostrado su fidelidad a Dios, como fue el caso del Profeta Jeremías. Hoy, en cambio, se nos recuerda el deplorable estado de nuestro corazón, del que también el Señor nos advierte en el Evangelio (cf. Mt 15,19). Para que un corazón resista la prueba, necesita atravesar primero una purificación, porque a menudo ni siquiera está consciente de su maldad.

Nuestro Padre no sólo lo sabe; sino que lo remedia. Él conoce nuestro corazón y lo mira con amor, a pesar o incluso a causa de su deplorable estado. Dios mismo quiere darnos un corazón nuevo, un corazón semejante al suyo (cf. Ez 36,26-28).

Así, el Padre nos auxilia en todo, porque, como dice el salmista, “¿quién se da cuenta de sus yerros?” ; en vista de lo cual exclama: “De las faltas ocultas límpiame, Señor” (Sal 18,13).

Se nos invita a abrir confiadamente nuestro corazón a nuestro amado Padre, pidiéndole que venga y lo convierta en una morada que sea de su agrado. Desde ya podemos comenzar a hacer a un lado todo aquello que no hace parte de un corazón amante…

¡Pero nuestros propios esfuerzos no bastarán!

Que la gracia de nuestro Padre nos sostenga mientras Él comience a adornar ésta su morada con todos sus dones, a esparcir su luz y a ahuyentar los repugnantes demonios que quieren poseer nuestro corazón.

A nuestro Padre no le basta con limpiar exteriormente y remover la suciedad más notoria. Antes bien, su amor nos insiste hasta que nosotros mismos aprendamos a percibir nuestras inclinaciones al mal e intentemos superarlas. Y lo que nosotros no vemos, Él, no obstante, lo purifica.

Nuestro Padre se empeña celosamente en apartar de nuestro corazón todos los ídolos que nos han engañado; cosa que siempre sucede cuando no colocamos el amor a Dios en el primer lugar. Su amor ardiente se enfrenta al deplorable e irremediable estado en que se encuentra nuestro corazón. Él es capaz de transformarlo y convertirlo en morada de su misericordia. Él ya tiene todo preparado para ello, y nos invita a vivir con un corazón nuevo.