Soberbia satánica

Ez 28,1-10

El Señor me dirigió su palabra en estos términos: “Hijo de hombre, di al príncipe de Tiro: Esto dice el Señor: Tu corazón se ha engreído y has dicho: ‘Soy un Dios, sentado en un trono divino, instalado en el corazón del mar.’ Tú que eres un hombre y no un dios, equiparas tu mente a la de Dios. ¡Claro, eres más sabio que Daniel; ningún sabio se te puede comparar!

Con tu sabiduría y tu inteligencia te amasaste una fortuna; amontonaste tesoros de oro y plata. Tu gran sabiduría y tu comercio multiplicaron tu fortuna, y tu fortuna fue la causa del engreimiento de tu corazón. Por eso, esto dice el Señor: Por haber equiparado tu mente a la de Dios, he decidido traer extranjeros contra ti, los más, los más bárbaros entre las naciones. Desenvainarán la espada contra tu linda sabiduría y profanarán tu esplendor; te precipitarán en la fosa, y morirás de muerte violenta en el corazón de los mares. ¿Podrás decir: ‘Soy un dios, estando ante tus verdugos’? ¡Sólo serás un hombre, no un dios, en manos de los que te traspasen! Morirás como los incircuncisos, a manos de gente extranjera. Yo soy quien ha hablado –oráculo del Señor-.”

La presunción es un término muy grave, que se aplica en la lectura de hoy para describir al príncipe de Tiro. Este pasaje de la Escritura también se lo emplea para hacer referencia a la caída de Lucifer, quien termina siendo arrojado del cielo por Dios a través del Arcángel Miguel (cf. Ap 12,7-9). Mientras aquellos ángeles que permanecieron fieles a Dios encuentran su alegría en servirle a Él, sin auto-ensalzarse de ninguna manera, el “Príncipe de este mundo” (Jn 12,31) aspira un poder y una gloria que pretende obtener de sí mismo.

¡Éste es el tema de la lectura de hoy!

La soberbia y la presunción son muy difíciles de vencer cuando se han arraigado en el corazón y se los alimenta constantemente. En el texto de hoy, nos encontramos con la “soberbia satánica”, que pretende apropiarse de una dignidad que le corresponde únicamente a Dios. “Tu corazón se ha engreído y has dicho: ‘Soy un Dios, sentado en un trono divino, instalado en el corazón del mar.’ Tú que eres un hombre y no un dios, equiparas tu mente a la de Dios”.

Es evidente que el príncipe de Tiro –y lo que de él se dice lo aplicamos a Lucifer– se embriagaba con los dones que había recibido y adquirido. Éstos lo habían cegado hasta el punto de hacerlo incapaz de ver la realidad. “Tú eres un hombre y no un dios”, y, aplicado a Lucifer, significaría: “Tú eres sólo una criatura.”

El embriagarse en el propio poder, en las posesiones, en la belleza, en el conocimiento, en el propio intelecto, en la posición social, en un cargo, en diversos dones, etc., lleva a la ceguera, porque la mirada se centra en el propio “yo”. Y cuanto más se coloque uno mismo en el centro de atención, tanto más se atribuirá uno mismo el valor de todas estas cosas, quedando así atrapado en la propia persona.

Así surge una imagen de la supuesta grandeza que uno tiene, y cuanto más se cultive esta imagen o reciba aprobación por parte de otros, tanto más proliferará la soberbia, que en el caso de Lucifer llega hasta el punto de querer derribar a Dios de su trono, para colocarse a sí mismo en su lugar. En estas circunstancias, fácilmente se llega al abuso del poder, porque la soberbia no quiere aceptar la superioridad de nadie, no quiere obedecer a nadie, no quiere rendir cuentas a nadie… Así, todo lo utiliza para edificar y satisfacer su propia sed de poder, y la soberbia se vuelve desmedida. Esta desmesura proviene del hecho de que la soberbia satánica, en su delirio, cree que la Omnipotencia de Dios consiste en acumular todo el poder posible; y es esto lo que quiere imitar.

A lo largo de la historia, han existido tales figuras obsesionadas con el poder: desde emperadores romanos hasta líderes comunistas y fascistas, que, en su soberbia y presunción, no tuvieron ningún escrúpulo en pagar con incontables vidas humanas su ambición de poder. En ellos podemos reconocer “anticristos”, precursores del “Anticristo” que ha de aparecer al Final de los tiempos, queriendo reclamar para sí mismo el honor que sólo Dios merece (cf. 1Tes 2,3-4). En este último Anticristo, la maldad de Satanás llegará a su máxima expresión a nivel humano.

¡Qué tremendo contraste con la humildad del Hijo de Dios que, aun siendo Hijo del Todopoderoso, vino para servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45)!

Pero la soberbia no siempre es tan evidente como se la describe aquí. También puede manifestarse sutilmente, y siempre es ella la que actúa cuando se pretende destronar a Dios para ponerse uno mismo en su lugar. Esto no necesariamente sucede siempre de forma consciente; pero, de hecho, tiene lugar cuando colocamos nuestro propio “yo” en el primer plano, y no nos consideramos como simples administradores y servidores de los bienes que nos han sido confiados. Lamentablemente, no pocas veces sucede así. Por ello, el corazón debe estar muy atento a cualquier manifestación de soberbia oculta.

Aparte de la soberbia satánica, existen también otras formas de orgullo que suelen servir como auto-protección. Son aquellas formas de soberbia que se han edificado, por ejemplo, a raíz de diversos complejos, como el de inferioridad. Éste puede llegar a ser tan fuerte que cualquier crítica y todo lo que parezca serlo, tiene que ser inmediatamente rechazado, para destacar, en su lugar, los propios méritos y la propia grandeza. Aunque este tipo de soberbia ciertamente es mucho más leve, también cierra el corazón y ata a la persona a sí misma y a sus propios sentimientos.

Hay muchos otros tipos de soberbia y presunción, pero no es éste el marco apropiado para detenernos en cada uno de ellos…

Lo importante para nuestro camino espiritual y para evitar y contrarrestar la soberbia es vivir en la consciencia de que somos criaturas limitadas, y que todo lo grande nos ha sido dado por Dios. Si en nuestro servicio recibimos reconocimiento y honor de parte de las personas, recordemos siempre las palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: ‘Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer’.” (Lc 17,10) ¡Estas palabras serán un remedio para contrarrestar toda forma de vanidad!

Cuando servimos a Dios, simplemente estamos haciendo lo que nos corresponde hacer. Sólo es nuestra respuesta –y muchas veces tan débil– a su infinito amor, y ni siquiera es digna de mención. Será Dios quien nos recompense, y no es necesario que nosotros mismos lo hagamos con nuestra soberbia y vanidad, pues, en este caso, ya nos habríamos otorgado el premio nosotros mismos.

Entonces, no nos jactemos de aquello que hemos hecho y rendido. Antes bien, gloriémonos en el gran amor de Dios, que nos eleva y nos hace capaces de amar también nosotros.

Cuando surjan pensamientos y sentimientos de soberbia, conviene que invoquemos inmediatamente al Espíritu Santo, para luchar contra ellos. Pidámosle también a Él que nos permita percibir nuestro orgullo, pues a éste le gusta ocultarse para no ser descubierto. Uno puede incluso ser demasiado soberbio como para querer reconocer su soberbia, por absurdo que esto sea…

La humildad, en cambio, nos hace receptivos y deja que sea Dios quien nos ensalce.

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