LAS ALEGRÍAS TERRENALES SON EFÍMERAS

“Las alegrías terrenales son efímeras. No perduran si no están conectadas conmigo” (Palabra interior).

Cuando se buscan los goces terrenales por sí mismos, qué rápido pasan incluso aquellos que son legítimos desde la perspectiva de la moral cristiana. Son tan sólo momentos fugaces, y aunque a veces sean embriagantes y emocionantes, no perduran, sino que dejan el alma vacía después de un tiempo. Si se los vuelve a buscar una y otra vez, se repite la misma historia y la dimensión más profunda del alma humana permanece insatisfecha y sin paz interior.

La situación es distinta cuando se reciben con gratitud las alegrías terrenales, como venidas de la mano de nuestro Padre. Entonces descubrimos en ellas los pequeños detalles de su amor, que se abaja con mucha delicadeza a la realidad de nuestra naturaleza humana.

“El vino alegra el corazón del hombre” –dice el salmo (104,15). Si se lo disfruta con moderación y agradecimiento hacia Dios, se convierte en una alegría terrenal que enriquece nuestra vida. Aunque se desvanezca su efecto, la alegría y la gratitud hacia Dios permanecen en el corazón. Nuestro Padre quiere que disfrutemos de las verdaderas alegrías. Quiere embriagarnos con el vino de su amor, embelesarnos con su presencia, instruirnos con su sabiduría y sostenernos con su incesante bondad.

Cuando acogemos las alegrías más profundas que Dios ha dispuesto para nosotros, disminuirá nuestra hambre hacia los placeres terrenales. Éstos dejarán de ser el asunto primordial que ambicionamos en nuestra vida, y pasarán a ser “añadiduras” que nuestro Padre Celestial nos otorga tiernamente y que nosotros de buena gana recibimos de su mano.

Puesto que nuestro Padre nos ama tan inconmensurablemente, Él vela sobre nosotros para que no nos enredemos ni nos apeguemos a los bienes efímeros, de modo que éstos no nos bloqueen frente a las verdaderas alegrías ni impidan nuestro crecimiento espiritual.

San Pablo nos dejó una máxima muy sabia: “Todo me es lícito, pero no todo conviene. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada” (1Cor 6,12). La prudencia cristiana tratará de regirse por este criterio.