LA LONGANIMIDAD DEL PADRE

“El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad” (Sal 144,8).

Una de las maravillosas cualidades de nuestro Padre es su longanimidad. Él nos espera con paciencia. Una y otra vez les ofrece a los hombres la posibilidad de convertirse y lucha hasta el último momento para salvarlos.

Hace tiempo los hombres hubieran atraído sobre ellos mismos el juicio, pero el amor de nuestro Padre le apremia a esperar perseverante y pacientemente, mostrándoles así su longanimidad. Nuestro Padre persigue una meta: salvar a la humanidad. No viene en el “furor de su ira” (Os 11,9), sino como “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

Nuestro Padre no titubea a causa de una actitud insegura o temerosa, que quizá nosotros mismos conocemos a la hora de tomar decisiones. En el caso del Señor, en cambio, la longanimidad y la espera proceden de la firmeza de su amor. Él realiza su plan de salvación con extrema perseverancia y paciencia.

Si no fuera así, ¡cuántas veces habría aniquilado la Tierra, cada vez que nosotros, los hombres, en nuestra irreflexión y tendencia a la autodestrucción, lo ofendíamos una y otra vez con graves pecados! Si nuestro Padre no fuera “lento a la cólera y rico en piedad”, ¿cómo podríamos resistir?

Estas cualidades divinas van mucho más allá de nuestra naturaleza humana, y podemos contemplarlas y experimentarlas con profunda gratitud y admiración. Sin embargo, por la gracia de Dios, también nosotros nos volvemos capaces de imitarlas. Si queremos llegar a ser perfectos como nuestro Padre Celestial –tal como Jesús nos insta a hacerlo– entonces debemos adoptar su forma de ser y de actuar. ¡Qué bendición será esto para las personas que encontremos en el camino de nuestra vida!