HIJOS DE DIOS

“Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!” (1Jn 3,1).

Como hijos de nuestro Padre atravesamos esta vida. Pero “aún no se ha manifestado lo que seremos” –nos dice más adelante el Apóstol San Juan. Sólo nos será plenamente revelado cuando contemplemos cara a cara a nuestro Padre en la eternidad.

Pero para nuestra peregrinación por esta vida es un regalo inconmensurable sabernos hijos del Padre. Las palabras de la carta de San Juan insisten en que esta certeza debe impregnarnos por completo. No es simplemente un dogma que aceptamos en fe, sino una realidad gozosa, que ha de determinar y modelar toda nuestra vida según la Voluntad de Dios.

Ser hijo de Dios significa vivir en la seguridad de su amor y cultivar un diálogo íntimo y personal con el Padre. Por tanto, ya no necesitamos preocuparnos por ser amados, ni mucho menos mendigar amor de otras personas; sino sólo interiorizar lo que realmente somos: hijos amados de Dios.

Esto nos hace capaces, a nuestra vez, de amar de verdad a los demás. Así, podría hacerse realidad en nuestra vida la súplica de San Francisco de Asís: “Oh, Maestro, haced que yo no busque tanto ser consolado, sino consolar; ser comprendido, sino comprender; ser amado, como amar.”

En efecto, si hacemos nuestra esta oración, nos asemejaremos a nuestro Padre Celestial, que con amor desinteresado busca a los hombres, queriendo colmarlos de su presencia. Así actuamos como hijos de Dios y el amor crece a diario en nosotros. Es este amor el que nos configura a imagen de Dios y hace que el Padre se haga presente a través de nuestra vida también para los demás. Sin duda es esto lo que Él quiere. ¡Cuánto se deleitará en que sus hijos den testimonio de Él con toda su vida!