AMAR AL PADRE CELESTIAL (Parte III)

Conocer, honrar y amar al Padre…

Aunque nuestro corazón –que a veces se siente frío– tenga la impresión de corresponder tan pobremente al amor del Padre y se entristezca por ello, Él nos da la oportunidad de demostrarle nuestro amor de otra manera más. Vale aclarar, además, que el solo hecho de que nos entristezcamos por amarle menos ardiente y perseverantemente de lo que quisiéramos, es ya una señal de amor, porque aquí el corazón sufre cuando no brota de él la expresión del amor y al no poder entrar en una relación íntima con Dios, de corazón a corazón.

Tenemos a nuestra disposición el vasto campo de la caridad, que se manifiesta en las diversas obras de misericordia corporales y espirituales que podemos practicar. Si las realizamos con la intención de agradar al Señor, entendiendo además que las hacemos por aquellos a quienes Él ama, entonces le estamos demostrando un gran amor.

¿Cómo no le agradará a nuestro Padre vernos sirviendo a sus amados hijos? ¿No lo verá acaso como una declaración de amor a Él? ¿No nos lo recompensará a su medida? Ciertamente lo hará, conforme a lo que su amado Hijo mismo nos aseguró: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).

Además, dentro del trabajo en la viña del Señor tenemos nuestros deberes cotidianos, que tratamos de cumplir con espíritu cristiano, entendiéndolas como un aporte para el Reino de Dios. De esta manera, todas las fatigas quedan –por así decir– bañadas en oro y recogidas en la eterna Cámara del Tesoro de Dios: cada negación de sí mismo, todo acto de paciencia, el soportar las adversidades, las cruces que encontramos en el camino… Todo se vuelve fecundo y se convierte en una expresión de nuestro amor a Dios y al prójimo.

Tampoco debemos olvidar que, aunque por dentro nos sintamos fríos y embotados, cada Padrenuestro y cada Avemaría que ofrezcamos por la conversión de los pecadores se convierte en una luz brillante en el Reino de Dios. Asimismo, las oraciones por las benditas almas del purgatorio, que les ayudarán a contemplar finalmente de faz en faz a Dios, pesarán como oro real de amor en el Reino de nuestro Padre.

En fin, vemos que, cuando queremos amar a Dios, Él encuentra la manera de hacer que nuestra vida sea fecunda. Y llegará la hora en que nuestro corazón se vuelva totalmente receptivo a sus tiernas caricias, y entonces cultivaremos en el silencio el intercambio de este amor infinitamente santo.