ALABANZA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD (I)

“Alabado seas, Padre eterno, Dios santo, fuerte y vivo. No hay nadie como Tú y nada se compara a las obras que Tú has creado” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).

El Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad, cuya primera frase acabamos de escuchar, surgió después de que alguien me preguntó cuál podría ser un buen inicio para nuestro tiempo de oración en silencio en la mañana, que es lo primero que hacemos en nuestra comunidad temprano en la madrugada. 

La respuesta era sencilla: ¡había que empezar alabando a Dios!

En efecto, a nuestro Padre le agrada que sus hijos lo alaben, que lo invoquen con el nombre de “Padre” y atestigüen su incomparable gloria. Al hacerlo, comprenden cada vez mejor a Dios y unen su voz al gran coro de alabanza de la Iglesia, al cántico de la Esposa a su Esposo, al júbilo de los santos que nos describe el Libro del Apocalipsis: 

“Vi (…) a los que vencieron a la bestia y a su imagen y al número de su nombre, que estaban de pie sobre el mar de cristal llevando las cítaras de Dios. Y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero: ‘¡Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios omnipotente!” (Ap 15,2-3).

Al invocar el nombre de nuestro Padre, al aclamar su gloria, al alabar su Creación y todas las obras de sus manos, que superan con creces nuestra capacidad, no nos perdemos en la inmensidad de un cosmos impersonal; sino que le decimos a nuestro Padre:

Tú, amado Padre, has creado todas las cosas: “¡Cuántas son tus obras, Señor,
y todas las hiciste con sabiduría!”
(Sal 103,24) Tú has creado el número de las estrellas y todo lo que podemos ver. Todo es expresión de tu amor; todas tus obras dan testimonio de ti. Así, todo se nos convierte en hogar cuando reconocemos a Dios en sus obras, porque están envueltas en el misterio de su amor.