Hacer el bien sin demora

Prov 3,27-34

No niegues un favor a quien es debido, si en tu mano está el hacérselo. No digas a tu prójimo: “Vete y vuelve, mañana te daré”, si tienes algo en tu poder. No trames mal contra tu prójimo cuando se sienta confiado junto a ti. No te querelles contra nadie sin motivo, si no te ha hecho ningún mal. No envidies al hombre violento, ni elijas ninguno de sus caminos; porque el Señor abomina a los perversos, pero su intimidad la tiene con los rectos. El Señor maldice la casa del malvado, en cambio bendice la mansión del justo. Con los arrogantes es también arrogante, otorga su favor a los pobres.

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Vencer el mal con el bien

 

Sab 2,12.17-20

“Tendamos trampas al justo, porque nos fastidia y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Ya veremos si lleva razón, comprobando cuál es su desenlace: pues si el justo es hijo de Dios, él lo rescatará y lo librará del poder de sus adversarios. Lo someteremos a humillaciones y torturas para conocer su temple y comprobar su entereza. Lo condenaremos a una muerte humillante, pues, según dice, Dios lo protegerá.”

 

La malicia enceguece; la bondad, en cambio, abre los ojos. Efectivamente, si nos dejamos llevar por las malas inclinaciones de nuestra naturaleza caída, nos volvemos ciegos, incapaces de reconocer los caminos de Dios, pues éstas nos esclavizan y limitan así nuestro horizonte de vida.

Si nos fijamos en la lectura de hoy, notamos cómo las tinieblas no pueden soportar la luz, pues su camino es malo. La maldad no es capaz de tolerar nada bueno; la oscuridad quiere opacar la luz, engulléndola y haciéndola parte de sí misma. La razón de este absoluto rechazo es el hecho de que la luz “saca a la luz” la oscuridad, valga la redundancia.

En las palabras de la lectura de hoy, podemos identificar fácilmente la enemistad que el Señor atrajo sobre sí, por parte de aquellos que no quisieron convertirse. Todo lo que Él hacía y decía era una acusación para ellos y para su forma de actuar. Así, su hostilidad terminó convirtiéndose en odio y en deseo de aniquilación, pues ya no podían soportar al Justo.

¡Cuán distinta es la reacción de aquellos que están al servicio del bien! Ellos saben lidiar de otra forma con la maldad de la otra persona. En lugar de perseguirla o maldecirla, procuran conquistarla para el bien, al menos a través de su oración. El bueno quiere que el malo se convierta en bueno, y está dispuesto a hacer todo lo que está en sus manos para que esta transformación suceda.

En esta actitud, nos encontramos con un aspecto esencial de nuestra fe cristiana: la renuncia a la venganza, la renuncia a devolver mal por mal. Es una actitud que es capaz de soportar injusticia, sin por eso dejar de llamar al mal por su nombre. Si el Espíritu de Dios ha penetrado aún más profundamente en un corazón, incluso puede llegar a ver a aquellos que hacen el mal con otros ojos: empieza a sentir compasión de ellos, porque se han enceguecido ante los verdaderos valores, quedando así totalmente a merced de sus malas inclinaciones. Esta compasión puede incrementar aún más si se tiene en vista la perspectiva de la eternidad y se teme que aquella persona podría condenarse para siempre. Y cuanto más uno viva en la presencia de Dios, tanto más puede imaginarse lo terrible de una eternidad lejos de Él.

Esto es una motivación para interceder por la persona malvada, manteniendo la esperanza de que un día ella acepte el ofrecimiento de gracia que Dios le dirige y no se condene eternamente.

Teniendo en vista el grado de maldad descrito en la lectura de hoy, se requiere valentía para recorrer el camino del bien hasta el final. La fe cristiana siempre ha sido motivo de escándalo y lo sigue siendo hasta el día de hoy. En los países del Occidente, que hace ya mucho tiempo recibieron el anuncio del Evangelio, hay cada vez menos fe. Lamentablemente, la actitud frente al cristianismo se vuelve cada vez más hostil. Primero aparece la indiferencia ante los valores cristianos; después se los rechaza; y finalmente se crea una enemistad hacia ellos. Llegados a ese punto, hay que contar incluso con persecuciones, movidas por el odio. Éste es el resultado de que los perseguidores mismos se han apartado de Dios, como dice más adelante el Libro de la Sabiduría: “No conocen los secretos de Dios, ni esperan recompensa para la virtud, ni valoran el premio de una vida intachable” (Sab 2,22).

Nosotros, como cristianos, debemos afrontar el progresivo alejamiento de Dios en el mundo con una relación tanto más profunda y cercana con Él. Hemos de enfrentarnos a los enemigos con un amor aún más grande, como nos enseñó el Señor. ¡Él mismo destruyó la enemistad! Esta es la medida según la cual hemos de regirnos. Si meditamos la vida de nuestro Señor, vemos que Él mismo puso en práctica todo lo que nos enseñó.

En medio de la oscuridad de este mundo, Dios envía a su propio Hijo como oferta de su gracia. El Señor se enfrenta a la hostilidad y a la malicia de los hombres con el sacrificio de sí mismo y con el perdón. Siempre contamos con la herramienta de la oración, para interceder por aquellos que no quieren escuchar. Dios pone todo de su parte para vencer la enemistad y para arrancarla de raíz, al querer transformar el corazón malvado.

Pero la parte que corresponde al hombre es la decisión de aceptar la gracia para apartarse de su maldad.

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La paciencia

 

 

Ef 4,1-7.11-13 (Fiesta de San Mateo, apóstol y evangelista)

Hermanos: Yo, prisionero por el Señor, os exhorto a que viváis de una manera digna de la llamada que habéis recibido: con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Pues uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como es una la esperanza a que habéis sido llamados. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.  A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida de los dones de Cristo.

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La alegría de la Resurrección

1Cor 15,12-20

Hermanos, si predicamos que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, nuestra predicación es vana, y vana también vuestra fe. Si esos tuviesen razón, nosotros quedaríamos como falsos testigos de Dios, pues proclamamos que Dios resucitó a Cristo, cuando en realidad no lo habría resucitado, de ser verdad que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.

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El amor por encima de todo

Lc 7,36-50

Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en casa del fariseo y se recostó a la mesa. Y entonces una mujer pecadora que había en la ciudad, al enterarse que estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro con perfume, y, colocándose detrás de él, se puso a sus pies llorando y comenzó a bañarle los pies con sus lágrimas, y los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume. Al ver esto el fariseo que le había invitado, se decía: “Si éste fuera profeta, sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora”. Jesús tomó la palabra y le dijo: “Simón, tengo que decirte una cosa”. Y él contestó: “Maestro, di”. “Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta.

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El camino regio

1Cor 12,31-13,13

Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos. Y aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada. Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía.

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Las vírgenes prudentes

Mt 25,1-13 (Lectura correspondiente a la memoria de Santa Hildegarda de Bingen)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: ‘¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!’ Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan.’

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El Fin de los Tiempos

Lc 21,9-19  (Evangelio de la memoria de San Cornelio y Cipriano según el leccionario tradicional)

Entonces dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis. Es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato.” Y añadió: “Se levantará nación contra nación y reino contra reino; habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares; se verán cosas espantosas y grandes señales en el cielo. Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. 

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La necesidad de la fe

Mc 8,27-35

Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino comenzó a preguntar a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” Ellos le contestaron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas.” Entonces él les preguntò: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contestó: “Tú eres el Cristo.” Entonces les ordenó enérgicamente que no hablasen a nadie sobre esto. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días. Hablaba de esto claramente.

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La Cruz: signo de salvación

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

Fil 2,6-11

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

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