Jn 16,12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.”
La Santísima Trinidad, a la que veneramos y adoramos, está cerca y, a la vez, lejos.
Está lejos porque la plenitud de su gloria podremos contemplarla recién en la eternidad, cuando veamos a Dios tal como Él es. En esta vida, en cambio, nuestro conocimiento de Dios es como verlo a través de un espejo, borrosamente (cf. 1Cor 13,12), y dependemos del testimonio de las Sagradas Escrituras. A veces la gloria de Dios viene a nuestro encuentro, en una maravillosa liturgia, cuando no le ha sido usurpada su trascendencia.
Pero, ¿cómo será cuando veamos a Dios y podamos adorarlo cara a cara, junto con todos los ángeles y santos? Por ahora, lo hacemos solamente en fe, pero esta fe es una luz tan resplandeciente que nuestro corazón ya está ansioso de la plenitud.
Pero Dios no se queda a esa distancia, sino que Él mismo sale a nuestro encuentro. Ya ahora el Señor quiere que percibamos su cercanía, para poder morar entre nosotros.
Así, la Santísima Trinidad, cuyo misterio jamás podremos agotar teológicamente y cuya profundidad nos deja balbuceando, sin poder expresar grandes conocimientos, se nos acerca a tal punto que podemos decir: ¡Dios es un amoroso ‘Tú’! Él no es solamente un Dios lejano e inalcanzable; pero tampoco es simplemente cualquier amoroso Tú al que anhelamos. ¡Él es el amantísimo ‘Tú’ por excelencia; un ‘Tú’ que puede llenarnos a tal punto que nada más nos haga falta; un ‘Tú’ que existe desde siempre y para siempre!
Pero, ¿cómo es posible entenderlo como un ‘Tú’ si no lo vemos siquiera?
¡Es el amor el que lo hace posible! Dios se nos manifiesta a través de la luz de la fe y nos habla en la Sagrada Escritura. Además, nos susurra directamente al corazón, y puesto que Dios es Espíritu, no siempre necesita de la mediación de una persona humana; sino que puede hablarnos en las más diversas formas.
Ahora, resulta cada vez más clara la imagen de la Santísima Trinidad.
Dios se nos revela como Padre, y quiere que nos dirijamos a Él como tal. No es que debamos partir de nuestra experiencia de tener un padre terrenal, para aplicársela a Dios. ¡Al contrario! La existencia de nuestro padre humano debería reflejar la paternidad de Dios.
La Segunda Persona de la Divinidad viene a este mundo como hombre. Él nos revela la bondad de nuestro Padre Celestial y redime a la humanidad. ¡Conocemos su nombre! ¡Es Jesucristo! Él nos permite comprender mejor a Dios, haciéndose uno de nosotros. Él camina junto a sus discípulos y está con ellos. En María, su Madre, nos entrega a la Madre de todos los hombres. En la Cruz nos revela su amor hasta la muerte, y en su Resurrección manifiesta la vida del mundo futuro.
Y la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, se da a conocer particularmente en la Fiesta de Pentecostés, cuando ilumina a los discípulos de Cristo, convirtiéndolos en mensajeros del Reino de Dios, llenos de fuerza y autoridad. Él habita invisible pero realmente en los fieles, y si ellos lo escuchan, andarán firmes en el camino de la salvación.
¡Verdaderamente es grande e infinito el amor de Dios! Lo mejor que podemos hacer es adorarlo agradecidos y servirle. Así, alcanzaremos nuestra meta como personas y en la eternidad podremos vivir en Su gozo sin cesar. ¡Sería hermoso si ya en esta vida terrenal podríamos vivir en esta realidad y asumir nuestro sitio en la viña del Señor!