“Tú, Señor, has roto mis cadenas” (Sal 115,16c).
¡Cuán infinitamente profunda es nuestra Redención! ¡Qué inmensa libertad nos trae!
Por el contrario, ¡cuánto nos ata el pecado! ¡Cuánto nos apegamos a esta vida pasajera! ¡Cuántas veces estamos cautivos en nosotros mismos, sin atrevernos a poner nuestra vida enteramente en manos de Dios y vivirla así en plenitud!
