“LA RESPUESTA SOY YO MISMO”

“Yo mismo he depositado en los corazones de los hombres la búsqueda de mí. ¡Y Yo mismo soy la respuesta!” (Palabra interior).

¿Por qué el hombre busca?

Porque el Padre mismo ha depositado este anhelo en su corazón y, conforme a las inolvidables palabras de San Agustín, “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, I, 1).

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“NO CONFIÉIS EN LOS PRÍNCIPES”

“No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar (…). Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor, su Dios.”

(Sal 145,3.5)

La invitación que nuestro Padre nos dirige una y otra vez a confiar en todo y del todo en Él, viene acompañada de la advertencia de no buscar ni en los príncipes ni en hombre alguno la seguridad existencial de nuestra vida.

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“NO CONFIÉIS EN LOS PRÍNCIPES” 

“No confiéis en los príncipes,

seres de polvo que no pueden salvar (…).

Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob,

el que espera en el Señor, su Dios.” (Sal 145,3.5)

La invitación que nuestro Padre nos dirige una y otra vez a confiar en todo y del todo en Él, viene acompañada de la advertencia de no buscar ni en los príncipes ni en hombre alguno la seguridad existencial de nuestra vida.

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“CONFÍA EN MÍ SIN RESERVAS”

“Confía en mí sin reservas” –escuché un día en la oración.

El amor de nuestro Padre nos invita a confiar ilimitadamente en Él. No hay nada que Dios no sepa; Él nos conoce mejor que nosotros mismos, conoce nuestro corazón:

“Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.” (Sal 138,1-3)

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EL AMOR DE DIOS ESTÁ SIEMPRE AHÍ

Todas las personas han de cobrar consciencia de que tienen un Padre amantísimo. Es ésta la realidad objetiva sobre la cual se cimentan sus vidas. Sólo al interiorizar esta certeza podrán despertar a la plenitud de la vida (cf. Jn 10,10b).

Es el Padre Celestial quien puede sanar todas nuestras heridas y hacernos descubrir el sentido amoroso de nuestra existencia, al dársenos a conocer. ¡Aquí reside la verdadera felicidad del hombre!

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JESÚS PROCEDE DEL PADRE

Habiendo llegado su hora, Jesús se dirige al Padre y le encomienda a los Suyos y le asegura: “[Ellos] Entendieron que en verdad salí de Ti, y creyeron que Tú Me enviaste” (Jn 17,8b).

Conocer a Jesús significa comprender más profundamente que Él salió del Padre y vino para dárnoslo a conocer. Es de inconmensurable importancia que los judíos, a los cuales Jesús fue enviado en primer lugar (cf. Mt 15,24), sepan que su Mesías y el Mesías de toda la humanidad es el Hijo del único Dios; el mismo que los había elegido para que sean su Pueblo (cf. Jer 30,22).

En la Encarnación de Jesús y en su Venida al mundo, el Padre Celestial se les manifiesta de forma excepcional. Jesús es el testimonio vivo de la bondad de nuestro Padre. Cada paso, cada palabra, cada obra suya testifica a Aquél que lo envió. ¡Y su testimonio es veraz (cf. Jn 21,24)!

“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16).

Dichosos aquellos que sean capaces de entenderlo y se convenzan de que la suprema obra de amor del Padre Celestial es venir a nuestro encuentro en la Persona de su Hijo.

Dichosos aquellos que, a la luz del Espíritu Santo, penetran en el misterio del amor entre el Padre y el Hijo.

Dichosos aquellos a los que se les revela la Palabra de Dios y que día a día encuentran en ella el alimento para su alma.

Dichosos aquellos en los que la Palabra de Dios encuentra cabida, de modo que puede impregnar su corazón.

Dichosos aquellos que han encontrado el verdadero alimento en las praderas eternas de Dios, y lo comparten con sus hermanos.

Dichosos los que ya no buscan otra cosa que lo que saciaba a Jesús:

“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.” (Jn 4,34)

“Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29b).