«La calumnia sólo perjudica a aquellos que se la toman a pecho» (San Francisco de Sales).
Una de las horribles afrentas que nosotros, los hombres, nos infligimos mutuamente son las calumnias. En otras palabras, se trata del vicio tan común de hablar mal de otras personas. Si lo miramos más de cerca, es una especie de homicidio psicológico contra la persona afectada. Por desgracia, no ocurre solo de vez en cuando. Incluso hemos tenido que presenciar una especie de «ejecución pública» de personas a través de los medios de comunicación y, hoy en día, también a través del internet.
«En mi amor, he tomado posesión de ti. ¡Eres mío!» (Palabra interior).
Conocemos una frase similar en la Sagrada Escritura: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío» (Is 43,1). Y San Pablo exclama: «Ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,39).
«Nunca te dejes confundir y mantén tu corazón anclado en mí» (Palabra interior).
A menudo, los ataques del Maligno quieren apartarnos del camino recto. Pero, como sabemos, Dios se vale de todas sus maquinaciones para anclarnos aún más profundamente en Él.
«Comprendo que alguien sufra o se sienta afligido, pero ¿por qué preocuparse si Dios está ahí?» (Venerable Anne de Guigné).
Estas palabras salen de la boca de una santa muy joven. Fue la misma Anne de Guigné quien dijo: «Nada es difícil si se ama a Dios». Nos encontramos aquí con una santa sencillez que simplemente asimila y deja penetrar en su alma las enseñanzas del Señor. Así se convirtieron para Anne en una realidad natural.
«Dios mío, Santísima Trinidad, sé mi morada y mi cobijo; la casa del Padre que nunca quiero abandonar» (Santa Isabel de la Santísima Trinidad).
Un alma enamorada de Dios expresa en sus cartas lo que el Padre Celestial nos ofrece una y otra vez en el Mensaje a la Madre Eugenia: la relación más íntima del alma con su Creador y Salvador. Todos los libros del mundo no pueden describir cabalmente este amor. Hay que leer más en aquel libro del que hablaba Santa Juana de Arco: escuchar atentamente al Corazón de Dios y conocer a nuestro Padre tal y como es.
«Escucha atentamente el Corazón de Dios. Eso es más importante que leer muchas cosas» (Palabra interior).
Nunca se pierde tiempo al escuchar atentamente al Corazón de nuestro Padre. En cambio, perdemos mucho tiempo cuando no aprovechamos su invitación y dejamos pasar esos momentos. A menudo estamos tan inmersos en nuestras tareas y tan habituados a ellas, que ni siquiera percibimos realmente los valiosos momentos de silencio en nuestra vida. Sin embargo, son precisamente esos momentos los que más nos marcan y nos convierten en personas interiores.
«Oh, mi buen Señor, si tan sólo mi alma pudiera llamarse tu amada»(Beato Enrique Suso).
Esta exclamación procede de un místico inflamado de amor, el beato Enrique Suso, que experimentó el fuego del Espíritu Santo en su encuentro interior con el Señor, despertando así al amor a Dios. Hay un despertar tan profundo al amor de Dios que el alma ansía la unificación con el Amado y anhela con creciente intensidad el encuentro con Él. Sufre un «dulce dolor». Por un lado, es dulce, puesto que llena el alma con la dicha del incomparable amor de Dios; por otro lado, representa un dolor, ya que suscita en ella un hambre de amor cada vez mayor, que no puede saciarse plenamente en esta vida y que solo se consuela con la perspectiva de la eternidad.
“No salgas fuera; vuelve en ti: en el interior del hombre habita la verdad” (San Agustín).
¡Cuántas veces buscamos fuera, en el mundo, en los acontecimientos, en los medios de comunicación, en los encuentros y en otras personas aquello que en realidad solo podemos encontrar en nuestro interior! A menudo olvidamos que, si vivimos en estado de gracia, la mismísima Trinidad ha puesto su morada en nuestra alma y ha erigido en ella su templo de verdad. A este templo interior podemos retirarnos en todo momento y dialogar íntimamente con Dios en nuestro interior.
“Desde la cruz de este mundo, que causa tanto sufrimiento, elevad conmigo la mirada al Padre” (Palabra interior).
El inconmensurable sufrimiento que soportó en la Cruz del Calvario nos trajo la Redención. Jesús lo hizo todo con la mirada puesta en el Padre, para cumplir su Voluntad. Como sugiere san Pablo, también nosotros estamos llamados a participar en el sufrimiento de este mundo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
Si elevamos la mirada al Padre, todo saldrá bien, sea lo que fuere. Para nosotros, que seguimos al Señor, siempre traerá consigo sufrimiento. Pero este sufrimiento se vuelve fecundo para el Reino de Dios, como sucedió con el Apóstol de los Gentiles. No es un sufrimiento que nos devore o nos lleve a la desesperación. Más bien, si lo sobrellevamos en el Señor y mirando a nuestro Padre, nos ennoblecerá y nos llevará a grandes profundidades. Si somos capaces de cargar la cruz con dignidad y serenidad, se convertirá en un gran tesoro. Pensemos en aquellos que aceptaron su cruz con esta actitud y contribuyeron así a completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su Cuerpo».
Cuando atravesemos tales sufrimientos, siempre podremos refugiarnos en el Señor y en nuestro Padre y unirnos profundamente a ellos.
Esta meditación está estrechamente relacionada con un acontecimiento que tuvo lugar hace dos años, el 7 de abril de 2023, en una de nuestras casas en Alemania: aquel Viernes Santo, a las 9 de la mañana, se formó el Rostro de Jesús sobre el velo que cubría el crucifijo. Hasta el día de hoy este Rostro permanece visible.
Quienes quieran conocer más sobre este signo, al que llamamos «la mirada de Jesús al Padre Celestial», pueden acceder al enlace que figura en el texto: https://cloud.harpadei.com/s/RostrodeCristo