La ascesis (Parte 1)

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Para avanzar en el camino de seguimiento de Cristo, será una gran ayuda la ascética, pues no podemos olvidar que, a lo largo de toda nuestra vida, nos encontramos en un combate, que, con la gracia de Dios, hemos de librar como corresponde. Este combate se da en varios niveles. Hoy quisiera hablar sobre la “armadura básica” que constituye la ascética en esta lucha.

A algunas personas puede traerles un sentimiento desagradable escuchar el término “ascética”, así como cuando oyen hablar de ayuno, de vigilias y otras prácticas espirituales semejantes. Sin embargo, estos sentimientos de rechazo no corresponden al sentido más profundo ni a la nobleza de la ascesis. Así como Dios lo ha dispuesto todo para nuestra salvación, también incluye la ascesis en este plan salvífico. Para evitar desde un principio cualquier malentendido, emplearé el término “ascética provechosa”, diferenciándola así de aquellas medidas exageradas que no son fructíferas para nuestro camino y que incluso podrían llegar a perjudicarnos, si no ocupan el lugar que les corresponde.

La ascética –entendida como lucha o esfuerzo– es, practicada de manera correcta, un acto muy digno, porque ha de ayudarnos a recuperar el dominio sobre nosotros mismos.

 

¿Por qué es necesaria la ascesis?

A partir de la caída en el pecado, por la cual la creatura se rebeló contra su Creador, surgió un profundo desorden en nuestro ser. En Su Sabiduría, Dios lo había ordenado todo magníficamente para el hombre. Nuestro espíritu, bajo la guía de Dios, debía determinar hacia dónde se dirige nuestra voluntad, y valerse para ello de nuestras potencias naturales. Sin embargo, a causa del pecado, este orden se alborotó. Las pasiones se rebelan contra el espíritu, y la voluntad debilitada a menudo cede. San Pablo se lamenta de que hay “una ley en su cuerpo” que se rebela contra la ley en su espíritu (cf. Rom 7,23), de modo que “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7,19).

Entonces, siempre cooperando con la gracia de Dios, hemos de volver a ser “señores en nuestra propia casa”, por así decir, y ponernos a disposición de la Voluntad de Dios con alegría y mayor facilidad. Pero siempre hemos de estar conscientes de que somos “hombres caídos”. En la eternidad, ya no hará falta la ascesis, porque entonces estará firme para siempre nuestra decisión por Cristo y no estaremos ya expuestos a las tentaciones en todos los niveles. ¡Qué futuro tan maravilloso! Pero ahora aún hace falta luchar…

Hablemos, en primera instancia, de la ascética básica:

Es el refrenar de nuestras inclinaciones sensuales. Hemos de aprender a restringirlas, a ponerles un orden en el cual estas potencias vitales puedan desarrollarse positivamente y no sean destructivas. Para ello, hemos de estar conscientes de que, al dejarnos llevar por los impulsos naturales, por lo general éstos siempre irán más allá de la justa medida. A consecuencia, disminuye la fuerza del alma, porque primero tendrá que ocuparse de superar esa “transgresión”. Uno se ha dispersado; hay algo que recuperar y reparar; los “vidrios rotos” tienen que ser recogidos…

 

La fuerza y concentración del alma

Tengamos en claro que nuestra alma tiene Su hogar sólo en Dios. No hay nada que ella desee más que estar con Dios. De hecho, será ahí donde esté por toda la eternidad, plenamente unida a Él, dotada de un cuerpo transformado y viviendo en la constante visión de Dios. Lo que ella más quisiera es que le crezcan “alas espirituales”, para poder elevarse fácilmente a Dios. Pero el hombre aún vive bajo el peso del pecado original…

Dios se apiada de la condición de la pobre alma, lejos de su hogar… Envía a Su Hijo para redimir al hombre; para que éste pueda levantarse con Su ayuda y recupere cada vez más la belleza originaria con que Dios la había dotado al llamarla a la vida por amor. Al encontrarse con Su Redentor y al recibir Su gracia, el alma puede luchar contra aquellas inclinaciones que le impiden enfocarse en el Señor. Cuanto más atentamente emprenda esta lucha, tanto más fácil le será no estar atada por sus necesidades e inclinaciones naturales.

La concentración y fuerza del alma se acrecentarán a través de todo aquello que se relacione con Dios: la oración, la Palabra de Dios, los sacramentos, el camino interior recorrido con esmero, etc… En cambio, se verá debilitada cuando las necesidades naturales tomen un peso que sobrepase la medida justa y razonable. Entonces, el alma estará, por así decir, pegada al suelo, atada a la esfera sensual.

Por tanto, para que el alma pueda corresponder más fácilmente a las directrices de Dios con sus potencias del entendimiento, memoria y voluntad, es necesario que practique la ascética, para refrenar prudentemente la naturaleza caída.

Para ello hace falta un constante esfuerzo, puesto que las inclinaciones sensuales son como niños pequeños no educados, a los que hay que poner límites, pero sin quebrarlos.

Pongamos un ejemplo concreto para que se entienda mejor:

Hemos comido y bebido demasiado, mucho más allá de lo razonable… Todos sabemos las consecuencias: el cuerpo queda pesado y perezoso, el alma se vuelve embotada, el espíritu cansado…

Esto es lo que evita la ascética, para que las fuerzas de nuestra alma no sean absorbidas, sino que permanezcan más fácilmente enfocadas en Dios. Entonces, se entiende que una ascesis correctamente aplicada es una ayuda en nuestro camino con el Señor.