Junto a Jesús, buscar a los pecadores

Lc 5,27-32

En aquel tiempo, vio Jesús a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo. “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví ofreció en su casa un gran banquete. Les acompañaban a la mesa un gran número de publicanos, aparte de otras personas. Los fariseos y los escribas decían refunfuñando a los discípulos: “¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?” Les respondió Jesús: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores.”

Para los fariseos era difícil comprender que Jesús comiera con los pecadores. El Antiguo Testamento les había enseñado que debían alejarse de ellos para no hacerse partícipes de sus pecados ni exponerse a malas influencias. Esta es una razón comprensible, y podemos notar que, en este caso, Jesús no critica a los fariseos y escribas, como lo hacía en otras ocasiones, cuando ellos actuaban con hipocresía y se reconocían falsas actitudes en su religiosidad (cf. p.ej. Mt 23,13-32).

Pero Jesús abre una nueva perspectiva. Ahora ya no está en primer plano establecer límites con los pecadores, sino la intención de sanarlos. Con Jesús, llega una gracia especial para todos los hombres. Él se preocupa más por los pecadores y errantes que por aquellos que ya conocen el camino.

Y este mensaje quiere transmitírselo también a aquellos que en el futuro asumirán, junto a Él, la misión de llamar a los perdidos, a los pecadores y a los enfermos del alma.

Dios está tan lleno de amor y de justicia, que jamás lo terminaremos de comprender. Siempre habrá algo nuevo que descubrir en Él o aspectos por entender mejor. Y una de sus más hermosas características es Su misericordia.

Dios no quiere castigar ni se aparta de aquellos que están lejos de Él. ¡Si fuera así, todos estaríamos perdidos! Al contrario: Él los mira con los ojos amorosos de un Padre, que quiere traer de regreso a casa a todos los hombres que están llamados a vivir como verdaderos hijos suyos. Esto fue lo que expresó Jesús al decir: “No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores”.

¿Hasta qué punto Jesús viene a nuestro encuentro? Por Su parte, no hay límites. Podemos acerciorarnos de ello al ver Su Pasión y Muerte por nosotros. En nuestro lenguaje humano diríamos: Él lo da todo; no hay nada que le detenga a ofrecernos su amor. Dios puede pasar toda una vida junto a una persona y acompañarlo hasta la hora de su muerte, llamándolo constantemente. Y si esta alma, aunque fuera en el último instante de su vida terrena, responde a la gracia de Dios y clama a Él con sinceridad, Dios la salvará.

Es el hombre el que pone límites… Si alguien recibe una invitación de Dios y podría responder a ella, pero con su voluntad se niega a hacerlo; entonces es el alma humana la que le pone límites a Dios. Entones, Él está ante la puerta cerrada de nuestro corazón y nosotros no lo dejamos entrar.

¿Qué significa esto para nosotros y para nuestro servicio en el Reino de Dios?

En primera instancia, debemos interiorizar la actitud de nuestro Señor. Tal vez aquellos que tienen hijos que han optado por malos caminos, pueden comprender con más facilidad a Dios en este punto. Los padres pueden ver las consecuencias que trae una vida de perdición para sus hijos. ¡Cuánto oró y cuánto se habrá sacrificado una santa Mónica por su hijo Agustín! Y Dios escuchó sus plegarias, dándole la gracia de ver antes de su muerte la conversión de su hijo.

Ahora bien, si una madre lucha tanto por su hijo, ¡cuánto más lo hará Dios! ¡Debemos pedirle a Dios el celo por las almas! Si no hemos sido llamados al apostolado directo, siempre podemos orar por la salvación de las almas en el mundo.

Quizá podamos pensar en la persona que más amamos en nuestra vida… Supongamos que esta persona pierde su rumbo, o no lo ha encontrado aún. La vemos en su miseria y nosotros sí que sabemos cómo podría salir de ella, si tan solo escuchara la voz de Dios. Entonces nos dirigiríamos a Dios y le preguntaríamos qué podemos hacer para salvar a esta alma que tanto amamos. Y entenderíamos que Dios nos responde: “¡Ora, ora, ora!” ¿Lo haríamos? ¡Claro que sí!

Podemos, entonces, pedirle al Señor que nos conceda el amor y el anhelo que Él tiene por las almas, pues todos son sus hijos; y también que nos dé Su perseverancia al luchar por ellos…

Permitamos que las palabras de Jesús entren profundamente en nuestro corazón. Tal vez podamos, precisamente en esta Cuaresma, “adoptar” en nuestra oración a una o varias personas que están lejos de Dios.  No necesariamente tiene que tratarse de alguien a quien conozcamos personalmente. También podemos preguntarle a Dios si Él quiere poner a una persona específica en nuestro corazón orante.

Ciertamente al Señor le agrada mucho que nos unamos a Él en Su búsqueda por los pecadores y enfermos. Y podemos estar seguros de que Él nunca se olvidará de este servicio que hemos prestado; sino que nos acercará aún más a su corazón y la amistad con Él crecerá.

Antes de terminar, quisiera recordar que el día de mañana, 21 de febrero, tendrá lugar la jornada de oración en la cual judíos del mundo entero se unirán para invocar la Venida del Mesías. Puesto que muchos de ellos hasta el día de hoy no han reconocido al verdadero Mesías, no podemos excluir la posibilidad de que identifiquen como un “mesías” a la figura de un Anticristo que podría aparecer. Por eso, es tanto más importante que nos unamos espiritualmente a este día de oración, y le pidamos al Señor por la iluminación y conversión de Israel. ¡Lo único que le servirá al Pueblo de Israel es el conocimiento del verdadero Mesías, de manera que, después de tanto tiempo, vuelvan a casa! Puesto que solamente el Espíritu Santo podría obrar esto, propongo que recemos en esta intención un Padrenuestro, 10 Avemarías y un Gloria, meditando el tercer misterio glorioso: el descenso del Espíritu Santo.

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