“Nada disgusta tanto a Dios como la falta de misericordia” (San Juan Crisóstomo).
Podemos comprender estas palabras de san Juan Crisóstomo, pues también en el Evangelio se nos muestra con frecuencia cuán importante es para Dios que reconozcamos su misericordia y la imitemos.
La misericordia –que se distingue de una falsa condescendencia– brota del corazón del Padre hacia nosotros y nos concede la verdadera vida. Sin ella, seríamos presa del juicio y ¿quién podría resistir ante él? Si fuéramos juzgados en virtud de una justicia implacable, estaríamos perdidos.
Por eso, la magnitud del amor de nuestro Padre Celestial se manifiesta precisamente en su misericordia, que día a día nos ofrece y nos concede en innumerables muestras de amor. En la crucifixión de su amado Hijo, la misericordia de Dios se estableció y se manifestó como signo perenne para todos los hombres. Aun más allá de la crueldad del pecado, que llegó al punto de crucificar al Hijo de Dios, resplandece en la cruz la misericordia de nuestro Padre, que da esperanza a la humanidad. Si ella acepta este inmerecido regalo de la gracia en el sacrificio del Señor, vivirá.
En vista de todo ello, la falta de misericordia del hombre es una injusticia tan grande que hiere el corazón de nuestro Padre. Es como un rechazo directo del don inconmensurablemente grande del amor y cierra el corazón del hombre, que debería derretirse precisamente a través de la misericordia. Quien actúa injustamente con otra persona, atenta contra ella, contra sí mismo y, ante todo, contra Dios, el Padre de la misericordia. El Señor le hará sentir las consecuencias para que despierte y no siga endureciendo cada vez más su corazón, sino que se convierta sinceramente.