“Es preferible que surja el escándalo a que se abandone la verdad” (San Bernardo de Claraval).
Si leemos atentamente en el Evangelio de San Juan las confrontaciones entre Jesús y los fariseos, constataremos que el Señor nunca se alejó ni un ápice de la verdad, aun sabiendo que sus palabras serían malinterpretadas y usadas en su contra.
El tesoro de la verdad es más valioso que una falsa armonía, en la que se pretende crear unidad sin prestar suficiente atención a la verdad como fundamento común.
Si nuestro Padre Celestial nos dice a través de su Hijo que Él mismo es la verdad (Jn 14,6), entonces toda palabra que sale de su boca es veraz y nosotros, los hombres, estamos llamados a seguirla. Esta verdad no siempre es cómoda, porque quiere ahuyentar las tinieblas de nuestra alma y permitir que la luz de Dios penetre en nosotros. Si se encuentra con engaños y mentiras que aún persisten en nuestro interior, entonces querrá disolverlos.
San Agustín nos dirige una frase similar: “Es mejor amar con severidad que engañar con dulzura.”
Aquí queda claro que el amor a la verdad es un gran bien. Éste compromete a la persona a ponerse a su servicio, estando incluso dispuesta a aceptar contrariedades por su causa. De esta manera, la persona se vuelve recta y fiable. Al mismo tiempo, se trata también de un verdadero servicio a Dios, porque no se trata de “mi propia verdad” que acomodo a mi conveniencia para poder resistir ante ella. Toda mentira y todo fingimiento son ajenos a nuestro Padre Celestial y desfiguran el ser del hombre.
Todo esto se aplica especialmente cuando se trata de la verdad en materia religiosa: “Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos” (2Tim 4,3-4).