“Mi Padre, que me las dio [las ovejas], es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre” (Jn 10,29).
En las manos de nuestro Salvador, en las que el Padre nos ha colocado, podemos atravesar seguros el tiempo de nuestra vida terrena y enfrentar de forma correcta los peligros que se nos presentan en el camino. Éstos nunca podrán adquirir poder sobre nosotros, por más amenazadores que parezcan. Pensemos en la victoria del Señor en la Cruz: los poderes de las tinieblas creían haber triunfado; pero en realidad fue la hora de su derrota.
Nadie puede arrebatarnos de la mano del Padre, pero somos nosotros mismos quienes podemos rechazar esta mano que Él nos brinda. No obstante, permanecerá extendida hasta el último momento, para que la tomemos con gratitud.
Si vivimos como verdaderos hijos de Dios, se aplican a plenitud y en todas las situaciones estas palabras del Señor. Cobijados en el amor de nuestro Padre, vivimos en la verdadera y definitiva libertad y seguridad, que nadie más podrá darnos ni quitarnos. Necesitamos esta libertad y seguridad para nuestro servicio, especialmente encontrándonos en un entorno hostil. ¡Nada debe desanimarnos! Si asimilamos estas palabras del Señor en lo más profundo de nuestra alma, nos infundirán valor y fuerza. Si actuamos con este valor, Dios nos concederá el don de fortaleza.
Entonces el alma se despierta cada vez más, despojándose del desánimo en el que fácilmente cae ante la aparente preponderancia del mal. En las situaciones concretas en las que se siente amenazada o realmente lo está, recuerda las palabras de Jesús y las repite en su corazón: “Nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.”
¡Esta es la verdad, que prevalecerá porque el Padre siempre cumple su palabra y es capaz de llevarlo todo a buen término!