MEDITACIONES PARA LA CUARESMA: “La caridad: un arma potente”

Después de reflexionar sobre el ayuno, las vigilias nocturnas, el desierto y el silencio, sigamos escuchando las otras sugerencias de los padres del desierto para protegernos de las asechanzas del demonio y avanzar más rápidamente en el camino de la perfección. Otro consejo que propusieron fue el siguiente: dar prioridad a las obras de caridad, para las cuales el Señor ha prometido a cambio el Reino de Dios.

Gracias a nuestra fe católica, conocemos las obras de misericordia corporales y espirituales, que ciertamente corresponden a las obras de caridad mencionadas por los padres del desierto. Recordemos cuáles son:

Obras de misericordia corporales:

  1. Visitar a los enfermos.
  2. Dar de comer al hambriento.
  3. Dar de beber al sediento.
  4. Dar posada al peregrino.
  5. Vestir al desnudo.
  6. Visitar a los presos.
  7. Enterrar a los difuntos.

Obras de misericordia espirituales:

  1. Enseñar al que no sabe.
  2. Dar buen consejo al que lo necesita.
  3. Corregir al que se equivoca.
  4. Perdonar al que nos ofende.
  5. Consolar al triste.
  6. Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
  7. Rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.

No podemos sino dar nuestra aprobación al consejo de los padres de practicar estas obras de misericordia, pues acrecentarán la caridad en nosotros, que es un potente arma contra los ataques del Maligno y promete un avance más rápido en el camino de la santidad.

¿Por qué será así? Para responder a esta pregunta, debemos recordar que la motivación de Dios para crearnos, redimirnos y santificarnos es el amor. Nunca hubo ni habrá otro motivo para Él. Como cristianos, sabemos que el amor de Dios llegó hasta la cruz con su deseo de salvarnos y se nos entrega visiblemente en la Sagrada Comunión.

El ángel caído, en cambio, se negó a amar. En consecuencia, se cerró al amor de Dios y se endureció en un amor propio destructivo. Este último ni siquiera merece el bello término «amor». Sería mejor decir que Satanás se esclavizó a sí mismo en su autoensalzamiento y en su vanagloria, de las que se deriva todo lo que es contrario al amor: todas las formas de odio y de envidia, todas las malas inclinaciones que, por desgracia, también descubrimos en nuestro corazón humano inconverso. En el caso de Lucifer, estos vicios están arraigados y ya no es posible la conversión, porque el ángel caído cometió el pecado contra el Espíritu Santo.

Así pues, el demonio no puede amar. Por tanto, cuando practicamos el verdadero amor a Dios y al prójimo —siempre y cuando no se lo confunda con una pasión desordenada—, el diablo no puede soportarlo y se ve obligado a huir. Podrá intentar perturbarnos y disuadirnos de practicar la caridad, pero no podrá resistir las obras y palabras que brotan del verdadero amor. Al mismo tiempo, toda obra de misericordia acrecienta en nosotros el amor, irradiándolo en todo nuestro ser.

En cierto sentido, podemos decir que el amor besado por la verdad (pues sólo entonces será verdadero amor) es el arma invencible contra los espíritus del mal. Lo vemos en el Señor mismo, que, a través del acto supremo de amor en la Cruz y con la mirada puesta en el Padre, quebrantó el poder del diablo sobre los hombres y silenció al «acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12, 10).

Todos los que han estado siguiendo estas meditaciones cuaresmales saben que las sitúo en el contexto de la devastadora situación que atraviesa nuestra Santa Iglesia. El enemigo ha penetrado en la viña del Señor e intenta desolarla por completo. Sin duda, el actual gobierno de la Iglesia se halla bajo una enorme influencia luciferina. Los fieles católicos deberían darse cuenta y despertar, porque no sirve de nada cerrar los ojos y pretender que nada ha cambiado o incluso pensar que el rumbo del pontificado actual sea para el bien de la Iglesia. Por desgracia, no es así. Con mayor razón debemos revestirnos con la armadura de Dios.

Hemos escuchado los consejos de san Pablo y de los padres del desierto para el combate espiritual. Hemos comprendido que la batalla principal no se libra «contra la carne y la sangre» (Ef 6, 12), sino contra los espíritus del mal, a los que hay que combatir con armas espirituales. Ciertamente, la cosa se pone difícil cuando a nivel humano se da una cooperación con los planes inicuos de estos espíritus y uno no se da cuenta porque se ha dejado engañar. Tal vez ha actuado movido por una ciega confianza y una falsa obediencia, pero hay que constatar que, independientemente de quién lo diga, lo que está mal sigue estando mal y necesita una corrección urgente. Es preciso renunciar conscientemente a ese «espíritu distinto» que se ha infiltrado en la Iglesia y está difundiendo en ella su veneno anticristiano y, por tanto, antieclesial.

Hemos reflexionado hoy sobre el crecimiento en el amor, que también es necesario en la inevitable confrontación en el combate espiritual. No debemos considerar como enemigos personales a aquellos católicos que se han dejado engañar. Antes bien, precisan nuestra oración para que puedan despertar, reconocer y sacar las conclusiones pertinentes. Al mismo tiempo, no podemos pasar por alto el hecho de que quizá se han convertido en portavoces y multiplicadores de los errores del actual pontificado y que, por tanto, debemos hacerles frente.

El Espíritu Santo nos guiará en esta situación y nos ayudará a encontrar las armas adecuadas y también a usarlas con la actitud correcta.

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