En las dos últimas meditaciones, nos detuvimos en el consejo de los padres del desierto de practicar el ayuno y las vigilias nocturnas para, con un espíritu ágil, alcanzar más rápidamente la unión con Dios. Esta pauta, aplicada con la debida moderación, es un excelente consejo para crecer en la vida espiritual y resistir eficazmente a los poderes del mal.
Recordemos que el objetivo de la reunión de algunos padres del desierto en torno a San Antonio Abad era analizar cuál virtud o práctica podría proteger a un monje de todas las asechanzas del demonio y conducirlo con paso seguro a la cumbre de la perfección. En este contexto, surgió otra sugerencia: la vida eremítica, ya que, como decía uno de los padres, quien habita en el silencio y la soledad del desierto puede rezar a Dios en una intimidad casi familiar y adherirse más a Él.
Ciertamente, aquí también es necesario aplicar la virtud de la discreción, pues quienes hicieron estas propuestas eran monjes, que estaban exentos de responsabilidades familiares y otras obligaciones mundanas, por lo que podían determinar libremente su ritmo de vida. Sin embargo, también las personas que viven en circunstancias distintas pueden captar el sentido de este «desierto» y adaptarlo a su situación personal. Entonces comprenderemos cuán valioso es este consejo y recordaremos que incluso nuestro Señor se retiró al desierto durante cuarenta días antes de iniciar su ministerio público (Mt 4,1-11). Además, en los evangelios escuchamos una y otra vez que Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar (Lc 5, 16).
Sin duda, el desierto físico, con su silencio y la ausencia de tantos estímulos sensuales, es un lugar idóneo para el encuentro con Dios. Pero, como solo algunas personas pueden vivir así, el Señor proveerá otras circunstancias para que el resto no se pierda el fruto de tal estilo de vida.
Los padres mencionaban que, en la soledad del desierto, se puede rezar a Dios en intimidad familiar y, en consecuencia, adherirse más a Él. ¡Esa es la meta! Pero también se puede alcanzar esta meta sin estar físicamente en el desierto, si nos tomamos el tiempo para retirarnos al silencio a orar. Puede hacérselo en diversos lugares, aunque siempre son preferibles aquellos que ya han sido santificados por la oración. Pero no es un requisito indispensable.
Lo que nos ayuda a centrarnos totalmente en Dios es la quietud y el silencio. En este caso, no se trata de una oración litúrgica a la que nos unimos, sino de sumergirnos en un ambiente de silencio para que Dios pueda hablarnos directamente. La «oración del corazón», sobre la que hablamos hace algunos días, es idónea para entrar en el silencio y permanecer en él. En cierto modo, permanecer en silencio ante el Señor prepara el terreno para la contemplación.
Por lo general, vivimos rodeados de ruido constante, de modo que la búsqueda consciente del silencio en Dios dará paz a nuestra alma y despertará en ella la gratitud hacia Él. Resulta difícil imaginar hasta qué punto la práctica regular del silencio, en la que a menudo hay que entrenarse primero, despierta un lado totalmente distinto del alma: precisamente aquel que anhela un diálogo de corazón a corazón con Dios.
Por tanto, si queremos profundizar en nuestra vida espiritual, es muy aconsejable seguir la invitación del silencio. Al igual que debemos cuidar celosamente nuestras horas de oración, también debemos buscar momentos de silencio, momentos para callar, momentos para orar a solas.
Si el alma se pone en marcha en busca del silencio, descubrirá con mayor facilidad el sentido profundo de su existencia y sabrá distinguir mejor entre lo importante y lo superfluo. También adquirirá cierta distancia de lo que la rodea y de las diversas impresiones que la acosan. En lugar de ello, se abre a un encuentro renovado con Dios. Una vez que el alma se haya acostumbrado al silencio, lo buscará como una necesidad. No obstante, para ello debemos ejercitarnos constantemente, ya que no todos tienen una inclinación natural al silencio.
No debemos olvidar que el silencio y la quietud moldean nuestra alma y la acercan más a Dios. El silencio también nos hará más delicados y prudentes en el trato hacia los demás. Por tanto, no solo es importante para nuestro propio crecimiento espiritual, sino también para el servicio al prójimo.
Es evidente que hay un vínculo interior entre el silencio y el saber callar. Cuando callamos, aprendemos a escuchar con más atención, a lidiar mejor con nuestros propios pensamientos, a centrarnos en el Señor y en lo esencial.
No siempre es tan sencillo. Toda persona que ha vivido un considerable período en silencio sabe cuánta inquietud hay en uno mismo, cuántos pensamientos se cruzan por la mente, cuántas fantasías salen a la luz y cómo los problemas interiores no resueltos salen a la superficie para ser presentados a Dios. Además, cuando dejamos atrás el ajetreo cotidiano, sentimos más fuertemente los vacíos interiores.
Pero todo esto supone un desafío para que, al callar y buscar el silencio, el Señor pueda penetrar más profundamente en nosotros y nos unamos así más íntimamente a Él. Así pues, el consejo de los padres del desierto nos ayudará a arraigarnos más en el Señor, y esto será fructífero tanto para nuestra propia vida espiritual como para el cumplimiento de nuestros deberes.