La meditación de hoy será la continuación del tema de ayer: ¿Cómo podrá quedar impregnada por el amor de Dios toda nuestra vida, particularmente la vida cotidiana, con todas sus obligaciones y sus retos?
No puede existir un contraste fundamental entre la vida sobrenatural -aquella que cultivamos al recibir los sacramentos, en la meditación de la Sagrada Escritura y en la oración- y nuestro trabajo a nivel natural. Mientras vivamos en este mundo, una de las tareas que Dios nos ha encomendado es que tratemos de forma adecuada y sabia con la Creación y las realidades terrenales que nos rodean.
Para nuestra reflexión, podemos considerar “contemplación” a todo lo que hagamos por cultivar nuestra vida sobrenatural, mientras que podemos hablar de “acción” para referirnos a todas nuestras labores terrenales. Ahora, el reto está en que sea la contemplación la que dé forma a la parte activa de nuestra vida. En otras palabras, hemos de hacer las obras en el espíritu del amor de Dios, pues en él obtendrán su resplandor sobrenatural.
Nos resultará más fácil entenderlo si nos fijamos en la relación entre hombre y mujer. Podríamos decir que el “lado contemplativo” de un matrimonio sería el encuentro directo y personal entre el esposo y la esposa: la mirada del amor, el afecto de los corazones, la ternura de los gestos de amor, en busca de la otra persona y de la unificación con ella… Sin este encuentro directo entre los cónyuges, con el paso del tiempo el amor se enfriaría y ya no se renovaría interiormente a través de tales gestos de amor. Cuando se cultiva el amor, en cambio, será éste el que impregne y forme en su espíritu las diversas tareas que aparezcan, porque los corazones estarán unidos en el amor común.
Esto sucede aún más en la relación con Dios. Ya ayer habíamos mencionado que, para que nuestro corazón se enfoque totalmente en Dios, debemos trabajar también en nuestras faltas, pecados e imperfecciones, porque éstas obstaculizan la entrega total a Él. También aquí podemos establecer un paralelismo con el amor humano. La íntima convivencia en un matrimonio, exige procurar hacer a un lado todo lo que afecte a la relación. Al ceder a las propias malas inclinaciones, la calidad del amor se reduce y se opaca.
Entonces, el trabajo a nivel natural quedará tanto más impregnado por el amor cuanto más la persona sea transformada. Cuanto más ame, tanto más será este amor el que dé fecundidad a todas sus actividades.
Pensemos una vez más en la Virgen María… Resulta evidente que la adoración de su Hijo y la preparación de una comida para la familia suceden en el mismo espíritu del amor. O pensemos en Jesús mismo… Los más sublimes actos de glorificación de Dios, a través de su Palabra y de sus obras, no están en contraste con la preparación de una comida para sus discípulos a orillas del Mar de Tiberíades, después de su Resurrección de entre los muertos.
Por eso, la transformación de la vida cotidiana en el Espíritu de Dios será más bien el fruto de una auténtica vida espiritual, y no tanto la suma de actos separados que le dediquemos a Dios; si bien éstos siempre poseen un gran valor.
Aquí podemos adaptar una frase de San Agustín, que decía: “¡Ama y haz lo que quieras!” Aplicado al contenido de nuestro tema, sería: “¡Ama y todo lo que hagas estará impregnado por el amor!”
La intensificación de nuestra vida espiritual no necesariamente significa aumentar nuestras prácticas religiosas. Más bien, significa escuchar atentamente la guía interior del Espíritu Santo y decidirnos siempre por el amor verdadero. ¡Ésta es la intención del Espíritu Santo, como nuestro Maestro y guía interior! Cuanto más acojamos sus directrices, tanto más resplandecerán en el amor incluso nuestros actos más sencillos.