«Así pues, mi Dios y Redentor, quiero aceptar de tu mano el cáliz e invocar tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!» (San Juan de Brébeuf).
Estas son las palabras de un heroico misionero que, sin titubear, estuvo dispuesto a entregar su vida por el Señor y a interceder por la conversión de los hurones. Era el cáliz del Señor. Era el camino a través del cual quería glorificar a Dios, y así lo hizo.
Sin duda, el martirio es una gracia especial que solo se puede entender con los ojos de la fe. Con razón, nuestra naturaleza se resiste: ¿quién ansía una muerte cruel? Incluso nuestro Señor, en vísperas de su Pasión, pronunció estas palabras en el Huerto de Getsemaní: «Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz». Sin embargo, añadió inmediatamente: «Pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39).
Nos encontramos aquí con el profundo misterio del amor, que puede ir más allá de los límites humanos. Una persona puede estar tan íntimamente unida a la voluntad de Dios, que su amor la conmueve y la transforma hasta el punto de estar dispuesta a entregar su vida por Él.
¡Es su amor el que la mueve! Es ese mismo amor que acompaña al obstinado pecador hasta la hora de su muerte; el mismo amor que no se rinde aunque la humanidad se aleje cada vez más del Padre; el mismo amor que estuvo dispuesto a dar su vida por los pecados del mundo; el mismo amor que despertó a sus discípulos y los hizo capaces de dejarlo todo por el Reino de Dios…
Fue este amor el que hizo que Juan de Brébeuf fuera capaz de dar su vida y pronunciar estas palabras: «Si encontráis a Jesucristo en la cruz, hallaréis las rosas entre las espinas, la dulzura en la amargura, el todo en la nada».
Si os interesa conocer más acerca de san Juan de Brébeuf, podéis escuchar la meditación diaria de hoy en este enlace: https://es.elijamission.net