NOTA: Escucharemos hoy el evangelio de la fiesta de los apóstoles Simón y Judas según el leccionario tradicional.
Jn 15,17-25
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Esto os mando: que os améis los unos a los otros. Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra.
“Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia a mí, también odia a mi Padre. Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí, y también a mi Padre. Pero tenía que cumplirse la palabra que estaba escrita en su Ley: ‘Me odiaron sin motivo’.”
Cuando escuchamos el testimonio de la Sagrada Escritura, podemos notar que ciertos conceptos que se nos dan a entender hoy en día en la Iglesia no corresponden a la realidad. Por ejemplo, la idea de que nuestra fe cristiana tendría que adaptarse al mundo, o que a las personas les resultaría más fácil llegar a la Iglesia y a Dios si se pasaran por alto o se relativizaran aquellos pasajes bíblicos que presentan al cristiano en oposición al mundo.
Sin embargo, en el evangelio de hoy el Señor nos habla incluso del odio que el mundo puede tener hacia el cristiano, y de las persecuciones que los discípulos tendrán que sufrir por causa suya.
¿De dónde procede este odio? Uno podría pensar que bastaría con que el mundo reaccionara con indiferencia ante el mensaje cristiano, no queriendo tener nada que ver con él o simplemente ignorándolo.
Pero, a largo plazo, no sucede así. La sola existencia de un cristiano que profesa su fe parece ser una especie de amenaza para el mundo. Por los evangelios, sabemos que el odio de los fariseos y escribas hacia Jesús aumentó cada vez más, hasta que se desencadenó por completo en el momento de exigir a gritos su crucifixión (cf. Jn 19,15).
La respuesta a la pregunta planteada anteriormente (¿de dónde procede este odio?), podemos encontrarla en el prólogo del evangelio de San Juan:
“La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. (…) El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.” (Jn 1,5.9-11)
Todo auténtico discípulo del Señor ha sido elegido por Él (cf. Jn 15,16). Jesús lo ha sacado del mundo, con su forma de pensar y de actuar; lo ha sacado del mundo, que no reconoció la luz que vino a él. Al seguir a Cristo, el discípulo da testimonio de la presencia del Señor, acogiendo su enseñanza e imitando su forma de ser y de actuar. Así, la sola existencia del discípulo le recuerda al mundo que él no existe por sí mismo, sino que se debe a otro, que es más grande.
Puesto que, al alejarse de Dios, el mundo quedó bajo el dominio del “príncipe de este mundo”, este último actúa en y a través suyo y persigue a los “hijos de la luz”. Ciertamente le resulta insoportable que los cristianos le recuerden que él mismo es una creatura y no Dios; que él no es el origen y la causa de todas las cosas, ni el objetivo de la Creación.
El pasaje de las tentaciones de Jesús en el desierto nos muestra que el Adversario busca la adoración para sí mismo (cf. Mt 4,9). Sin embargo, los discípulos de Cristo se la niegan, mientras que los hijos de este mundo a menudo ni siquiera perciben sus engaños ni reconocen sus disfraces. Puesto que muchas veces las personas consideran a las cosas de este mundo como lo importante y definitivo en la vida, sin darse cuenta, caen en una especie de idolatría. Detrás de ella, se ocultan las intenciones de los poderes hostiles a Dios, que quieren alejar a los hombres de Dios y ofrecerles sustitutos.
La negativa de los discípulos a aceptar tales ofrecimientos despierta el odio del demonio, que se ve confrontado con el Señor mismo a través de su discípulo.
Jesús nos indica otro motivo por el cual las personas pueden perseguir a los cristianos: no conocen a Aquel que envió a Jesús. No conocen al Padre, no conocen su bondad ni su sabiduría. Muchas veces tienen imágenes equivocadas de Dios, o viven en la ignorancia, o le han dado la espalda al Señor.
La visión realista de la Biblia sobre el mundo nos ayuda a comprender las cosas en su esencia y a adoptar la actitud correcta. El discípulo no debe caracterizarse ni por una falsa apertura frente al mundo, ni tampoco por una estrechez y cerrazón temerosa. Por un lado, Jesús sabía exactamente lo que hay en el corazón del hombre (cf. Jn 2,24-25) y a veces se escondía o se escapaba de sus manos (cf. Jn 10,39). No obstante, llevó a cabo hasta el final su misión en el mundo y anunció el Reino de Dios, que se había hecho presente en Él.
Nosotros, que seguimos a Cristo, estamos llamados a hacer lo mismo: anunciar el Reino de Dios con valentía, pero sabiendo cómo es el mundo al cual portamos este mensaje. Debemos contar con que habrá resistencia e incluso persecución, y no podemos salir al encuentro del mundo con una falsa apertura e ingenuidad. Pero la oposición que nos espera no debe hacernos desfallecer, porque el Señor, que ha sacado a los suyos del mundo, jamás los abandonará (cf. Mt 28,20).