“El rostro de mi Hijo ha de resplandecer en la Iglesia” (Palabra interior).
“El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9) –le dice Jesús a Felipe cuando éste le pide: “Muéstranos al Padre” (v. 8).
También hoy en día nuestro Padre quiere ser conocido a través de su Hijo. De modo especial, el rostro de Jesús debe resplandecer en la Iglesia; es decir, en nosotros, que hemos sido bautizados en Cristo y procuramos seguir seriamente sus caminos. Para ello es necesario que la Iglesia recupere toda la belleza que nuestro Padre le ha conferido. Pero precisamente esta belleza amenaza con perderse cada vez más, en la medida en que la Iglesia se mundaniza y se deja contagiar por el espíritu del mundo.
Así como Dios se hizo semejante a nosotros y adoptó nuestra condición humana, así también quiere que nosotros participemos en su naturaleza divina y reestablezcamos aquella imagen según la cual el Padre nos creó.
Las personas en el mundo deben ser atraídas por la belleza espiritual de la Iglesia: por la belleza inmutable de la verdad que Ella anuncia, por la belleza de las virtudes que deben hacerse visibles en nuestras vidas y los frutos del Espíritu que han de madurar en nosotros.
Pero si el anuncio empieza a girar más en torno a las cosas de este mundo que de las celestiales, si la liturgia de la Iglesia ya no es un reflejo de la Iglesia celestial, si la música sacra que en ella ha de resonar es reemplazada por cantos banales, si se edifican nuevos templos rigiéndose más por el criterio de lo práctico que de lo bello y cayendo en las distorsiones del arte moderno, entonces ya es hora de una verdadera renovación de nuestra Santa Iglesia, para que nuestro Padre Celestial y también los hombres puedan ver reflejado en ella el rostro divino de Jesús.