“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21,9)
Todo el pueblo está congregado y durante un breve tiempo sucede aquello que corresponde a la realidad de que el Hijo de Dios ha venido. Entre júbilo y alegría lo aclaman; el pueblo da la bienvenida a su verdadero Rey, a su Mesías, al prometido y esperado por tanto tiempo.
Estando ya en vísperas de la Cuaresma, quisiera tocar un último tema en este “ciclo de espiritualidad”. Se trata de un tema que, si bien no es central, tampoco es insignificante para el camino espiritual. A lo largo de estas semanas, habíamos visto cómo Dios quiere conducirnos paso a paso hacia un seguimiento de Cristo cada vez más intenso. En primera instancia, dependemos de Su gracia, aunque nuestra cooperación consciente tiene también un rol fundamental.
Aun si ponemos toda nuestra voluntad para llevar a cabo la purificación activa, no seremos capaces de refrenar y vencer todo aquello que nos impide corresponder plenamente al amor del Señor. Hay actitudes y apegos que están demasiado arraigados, y a menudo ni siquiera estamos conscientes de ellos… Por eso el Señor viene a nuestro auxilio mediante otro proceso, que va más allá de lo que podría llevarnos el esfuerzo en la purificación activa: Se trata de la así llamada “purificación pasiva”.
En la clásica tradición mística, el camino de seguimiento suele describirse en tres “vías”: la vía purgativa (purificación), la vía iluminativa (iluminación) y la vía unitiva (unificación).
El tercer enemigo que puede alejarnos enormemente del camino del Señor es el mundo. Si el mundo no está impregnado por el espíritu cristiano; es decir, si no ha sido transformado y fermentado por la levadura de la que nos habla el evangelio (cf. Mt 13,33), entonces su orientación es hostil a Dios, y será, por tanto, una amenaza para nuestra vida espiritual. Lo difícil en relación a este enemigo es que se percibe muy poco su constante influencia; mientras que podemos identificar con más claridad los ataques del Diablo o las tentaciones que proceden de nuestra carne.
Como fieles, estamos llamados a edificar nuestra vida sobre Dios, y no en el frágil fundamento de nuestra naturaleza humana. Nuestra seguridad, aquella que podrá resistir en todas las tormentas de la vida, está cimentada en su amor, en su Palabra, en su deseo de salvarnos. A través de la confianza y de la fe, ponemos nuestra seguridad en Dios, y así vivimos sobre una base sólida.
Difícilmente podremos encontrar algo que sea tan importante para la vida espiritual como lo es la confianza en Dios. En todas las situaciones de nuestra vida hemos de activar esta confianza, para que se convierta en esa certeza que lo impregna todo. Así, nuestro camino se vuelve más ligero y resulta más atrayente para otras personas. Por eso dedicaremos las dos próximas meditaciones a este tema: la confianza en Dios.
“Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe.” (1 Pe 5,8-9) La comparación con un león rugiente nos deja en claro que, en este combate, nos enfrentamos a un terrible enemigo. Éste está dispuesto a todo y acecha cuidadosa y agresivamente a su víctima. Para colmo de males, este rival no se atiene de ningún modo a las “reglas” del combate. No conoce la compasión y nunca será indulgente con su víctima. ¡El Diablo es malvado de pies a cabeza! Sus intenciones son la destrucción y la conquista de poder para sí mismo. Con tal de llegar a su meta, hace uso de cualquier medio del que dispone. Si le fuera posible, ejercería su poder despótico sobre toda la Tierra sin límite alguno… Pero hubo uno más fuerte, que lo ató (cf. Mc 3,27).
En el “ciclo de espiritualidad” que estamos recorriendo hasta el miércoles de ceniza, hemos tratado ya sobre la lucha con uno de los tres grandes enemigos, a los que nos enfrentamos en el camino de seguimiento de Cristo. Hablamos sobre aquel enemigo que habita en nosotros mismos, y que, a causa de nuestra naturaleza humana con sus malas inclinaciones, quiere apartarnos del camino del Señor, o, al menos, estorbarnos. Otro de nuestros grandes enemigos es el Diablo, que está siempre presto a atacarnos y quiere utilizar a los otros dos enemigos como camuflaje: nuestra naturaleza caída y la atracción del mundo.
Quien se haya adentrado en la oración del corazón por un buen tiempo, y la practique con regularidad, podrá experimentar la dicha de que esta oración se va haciendo presente en el corazón. Se vuelve fácil retirarse a esa „celda interior“ que se ha formado gracias a la oración, en aquellos momentos en que la bulla de afuera estorba y estamos más expuestos a la dispersión.