“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,50).
Con estas palabras, Jesús nos da a entender en qué consiste la unidad más profunda entre Dios y los hombres.
“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,50).
Con estas palabras, Jesús nos da a entender en qué consiste la unidad más profunda entre Dios y los hombres.
“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25).
En estas palabras de Jesús, se percibe cuánto se complace Él en la sabiduría de su Padre. Si incluso nosotros alabamos al Padre por su sabiduría, cuando empezamos a conocerlo y amarlo cada día más, ¡cuánto más lo hará nuestro Señor! Siendo su amado Hijo, Él comprende al Padre Celestial en otro nivel. Él conoce la gloria del Padre en toda su plenitud, sin esos límites que nosotros, los hombres, tenemos.
Después de haber meditado detalladamente cada parte de la alabanza a Dios Padre en el Himno a la Santísima Trinidad, queremos ahora concluir esta serie rezando esta alabanza en su integridad:
Alabado seas, Padre Eterno, Dios Santo, fuerte y vivo. No hay nadie como Tú y nada se compara a las obras que Tú has creado. Todos los pueblos vienen a adorarte y rinden gloria a Tu nombre, porque Tú eres el Dios Santo, vivo, veraz y bondadoso.
“Mas al final de los tiempos enviaste a Tu Hijo –nuestro Señor Jesucristo– y Te exigiste a Ti mismo el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer. Entregaste a Tu Hijo Unigénito por la vida de todo el mundo, para que Tu pueblo y todos los pueblos de la Tierra encontraran en Él su salvación” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
En el Mensaje a la Madre Eugenia Ravasio, Dios Padre lo expresa en estos términos:
“Cuando constaté que ni los patriarcas, ni los profetas habían podido darme a conocer y hacerme amar entre los hombres, decidí venir Yo mismo.”
“En tu bondad, enviaste a los profetas para devolverlos al camino correcto, ¡pero cuántas veces tu pueblo no escuchó sus palabras, sino que persiguió y mató a Tus enviados!” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
Nuestro Padre hizo todo por conducir a su Pueblo por la senda de la salvación. Pero una y otra vez la historia de Israel muestra cómo se desviaron. Les resultaba difícil ser distintos a los pueblos de alrededor.
“Allí [en la Tierra Prometida] quisiste guiarlos por medio de Jueces, pero ellos quisieron tener reyes, como los otros pueblos. Entonces Tú les diste reyes, pero frecuentemente hacían lo que Te disgustaba” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
El drama en torno al Pueblo de Israel no había terminado. Después de la muerte de Josué, los israelitas se alejaron del Señor y sirvieron a los Baales. Siguieron a los dioses de los pueblos de alrededor (Jc 2,11-12). Como reprensión, el Señor los entregó en manos de salteadores y de los enemigos que los rodeaban (v. 14). En las guerras ya no salían victoriosos y cayeron en una gran miseria.
“Pero una y otra vez Tu pueblo se rebeló contra Ti. En consecuencia, tuvo que atravesar durante cuarenta años el desierto – hasta que lo llevaste a la Tierra Prometida, por manos de Tu siervo Josué” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
La Alianza que había quedado sellada entre Dios y su Pueblo no garantizaba que, a partir de entonces, todos los israelitas quedasen exentos de la confusión y del pecado y, confiando en Dios, emprendiesen en adelante el camino recto, dejándose guiar dócilmente por el Señor hacia la Tierra Prometida.
“Entonces sacaste a tu Pueblo con mano fuerte y lo llevaste al desierto con signos y milagros portentosos. En el monte revelaste a Tu siervo Moisés los mandamientos que habían estado oscurecidos en los corazones de los pueblos” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
La oscuridad en la que el hombre se había sumido desde la caída en el pecado, hizo necesario que nuestro Padre aislara a su Pueblo de las naciones paganas, para enseñarle el camino a la verdadera vida. Los mandamientos que Dios había inscrito en los corazones de los hombres habían quedado oscurecidos y no bastaban para iluminarlos. Habían caído en el olvido y los hombres estaban constantemente en peligro de sucumbir a sus pasiones y errores, y de dejarse engañar por los poderes de las tinieblas. En lugar de al Creador, adoraban a la criatura. Se hacían sus propios dioses y se postraban ante ellos, viviendo en ignorancia.
“Después Te creaste el pueblo Israel, que lleva Tu nombre inscrito y al que llamaste tu primogénito. En Egipto lo hiciste crecer, transformándolo en un gran pueblo, hasta que gritó a Ti en su opresión por el Faraón” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
A partir de aquel justo que Dios halló en medio de la confusión de las naciones, surgió todo un pueblo. Éste debía ser preparado para que, por la bondadosa providencia de nuestro Padre, naciera de él el Justo, el Redentor de la humanidad y Cabeza de la Iglesia que es una: “Él es antes que todas las cosas y todas subsisten en él. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,17-18a).
“Salvaste a Noé del diluvio y a Lot, de la destrucción de la ciudad depravada. En Abrahán bendijiste todos los pueblos”(Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
Aun en medio del creciente caos en la humanidad, nuestro Padre siempre encontraba a un justo a quien podía atraer hacia sí de forma especial, mostrándole su favor y salvándolo de la corrupción generalizada.