En su compasión, nuestro Padre abarca toda nuestra realidad. Como Creador nos ha concedido una maravillosa existencia como seres humanos, que debemos vivir plenamente en su gracia. Él siempre nos invita a recibirlo todo de su mano, para que podamos llevar una vida que corresponda a nuestra vocación. Nuestro Padre ha pensado en nosotros desde toda la eternidad, y cuando llegó el momento de llamarnos a la existencia pronunció por amor su “hágase” creador. Si estuviésemos más conscientes de ello, moraría siempre en nuestro corazón aquella paz que Dios da.
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CONFIANZA EN LA DIVINA PROVIDENCIA
“En lo que respecta a la confianza, basta con conocer las propias debilidades y decirle al Señor que queremos depositar toda nuestra confianza en Él. La medida de la providencia divina en nosotros es la confianza que depositamos en ella. ¡Abandonémonos sin reservas a esta santa Providencia y permanezcamos en sus brazos, como un niño en el seno de su madre!” (Carta de San Francisco de Sales a Santa Juana de Chantal).
“ALZAD VUESTROS OJOS”
“Y vosotros, hijos míos que habéis perdido la fe y vivís en tinieblas: alzad vuestros ojos y veréis los rayos de luz que vienen a iluminaros” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
La situación de aquellos que han perdido la fe es de gran necesidad. Pensemos, por ejemplo, en un religioso o sacerdote que ha dejado su vocación. Tal vez empezó bien, intentando servir a su Señor con gran fervor. Pero después llegaron las tentaciones y terminó cayendo en ellas. Cuantas más veces caía, menos podía –y tal vez ya ni siquiera quería– resistir. Así, el amor se enfriaba cada vez más y las tinieblas se difundían. Y estas tinieblas pesan con particular densidad sobre aquellos que en otro tiempo estaban cerca del Señor. ¡Cuán difícil les resulta volver!
LA VOLUNTAD DEL PADRE
“Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,50).
Con estas palabras, Jesús nos da a entender en qué consiste la unidad más profunda entre Dios y los hombres.
JESÚS ALABA LA SABIDURÍA DEL PADRE
“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25).
En estas palabras de Jesús, se percibe cuánto se complace Él en la sabiduría de su Padre. Si incluso nosotros alabamos al Padre por su sabiduría, cuando empezamos a conocerlo y amarlo cada día más, ¡cuánto más lo hará nuestro Señor! Siendo su amado Hijo, Él comprende al Padre Celestial en otro nivel. Él conoce la gloria del Padre en toda su plenitud, sin esos límites que nosotros, los hombres, tenemos.
ALABANZA A DIOS PADRE
Después de haber meditado detalladamente cada parte de la alabanza a Dios Padre en el Himno a la Santísima Trinidad, queremos ahora concluir esta serie rezando esta alabanza en su integridad:
Alabado seas, Padre Eterno, Dios Santo, fuerte y vivo. No hay nadie como Tú y nada se compara a las obras que Tú has creado. Todos los pueblos vienen a adorarte y rinden gloria a Tu nombre, porque Tú eres el Dios Santo, vivo, veraz y bondadoso.
AL FINAL DE LOS TIEMPOS ENVIASTE A TU HIJO
“Mas al final de los tiempos enviaste a Tu Hijo –nuestro Señor Jesucristo– y Te exigiste a Ti mismo el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer. Entregaste a Tu Hijo Unigénito por la vida de todo el mundo, para que Tu pueblo y todos los pueblos de la Tierra encontraran en Él su salvación” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
En el Mensaje a la Madre Eugenia Ravasio, Dios Padre lo expresa en estos términos:
“Cuando constaté que ni los patriarcas, ni los profetas habían podido darme a conocer y hacerme amar entre los hombres, decidí venir Yo mismo.”
EN TU BONDAD, ENVIASTE A LOS PROFETAS
“En tu bondad, enviaste a los profetas para devolverlos al camino correcto, ¡pero cuántas veces tu pueblo no escuchó sus palabras, sino que persiguió y mató a Tus enviados!” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
Nuestro Padre hizo todo por conducir a su Pueblo por la senda de la salvación. Pero una y otra vez la historia de Israel muestra cómo se desviaron. Les resultaba difícil ser distintos a los pueblos de alrededor.
EL PUEBLO RECHAZA A DIOS
“Allí [en la Tierra Prometida] quisiste guiarlos por medio de Jueces, pero ellos quisieron tener reyes, como los otros pueblos. Entonces Tú les diste reyes, pero frecuentemente hacían lo que Te disgustaba” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
El drama en torno al Pueblo de Israel no había terminado. Después de la muerte de Josué, los israelitas se alejaron del Señor y sirvieron a los Baales. Siguieron a los dioses de los pueblos de alrededor (Jc 2,11-12). Como reprensión, el Señor los entregó en manos de salteadores y de los enemigos que los rodeaban (v. 14). En las guerras ya no salían victoriosos y cayeron en una gran miseria.
LA TRAVESÍA POR EL DESIERTO
“Pero una y otra vez Tu pueblo se rebeló contra Ti. En consecuencia, tuvo que atravesar durante cuarenta años el desierto – hasta que lo llevaste a la Tierra Prometida, por manos de Tu siervo Josué” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
La Alianza que había quedado sellada entre Dios y su Pueblo no garantizaba que, a partir de entonces, todos los israelitas quedasen exentos de la confusión y del pecado y, confiando en Dios, emprendiesen en adelante el camino recto, dejándose guiar dócilmente por el Señor hacia la Tierra Prometida.